CAPÍTULO X: LA PAREJA.
Un silencio tenso cayó sobre el lugar. Parecía que hasta los pájaros habían dejado de cantar. Martina, con la mano extendida hacia Antonio, esperaba, con una sonrisa, a que éste la agarrase para ayudarle a salir del agua.
—No puedo, Martina —acertó a decir Antonio, —. No puedo.
— ¿Por qué? —preguntó la muchacha extrañada.
—Porque no quiere que te empuerques el vestido —intervino Arturo, haciendo que todos le mirasen —. Es un vestido muy hermoso, y te puedes manchar.
Martina volvió sonreír.
—No creo que me manche, solamente es agua —insistió la chica —. Venga, que no voy a estar aquí toda la mañana.
Antonio alargó el brazo hacia Martina. ¿Qué pensaría cuando le viese salir en cueros de allí? Sin lugar a dudas le daría una merecida bofetada y no volvería a dirigirle la palabra en la vida. Pero, ¿qué podía hacer? En esos pensamientos andaba Antonio cuando, sin encomendarse a Dios ni al diablo, de un ágil brinco, Arturo salió del baño por la orilla opuesta, mostrando un escuchimizado y blanco como la leche, trasero a la audiencia. Al momento, las muchachas dieron un grito y comenzaron a reírse. Martina, atónita ante el inesperado cuadro, comenzó también a reírse sin poder contenerse.
— ¡Arrea mama! ¿Pero qué hace ese? —exclamó Isidro, atónito como el resto.
A todo esto, el muchacho, en un momento, se enfundó sus gastados pantalones, y cogiendo del suelo los de sus amigos, se lanzó al agua. Aquello aún provocó que la intensidad de las risas de las chicas fuera en aumento.
— Ten, póntelos como puedas debajo del agua —susurró Arturo, dándole los pantalones a Antonio.
El muchacho, sonrió y, luchando contra su propio equilibrio, logró ponerse los pantalones. Instantes después, salía del agua, con el torso al descubierto pero bien cubiertas las partes pudendas, dando gracias a Dios y a Arturo por la ocurrencia.
—Oye, pues sí que pesan los pantalones ahora con el agua —dijo, a modo de explicación, nada más ponerse al lado de Martina.
— ¿Y vas a ir así, empapado? —preguntó la muchacha, extrañada ante todo aquello.
— ¡Déjate, Martina! Así vamos con las cantimplas bien frescas —intervino Isidro, qua ya salía también del agua vestido. Tras él, Manolo, Arturo y Canelo, que, a una orden de su amo, se lanzó al agua y cruzó rápidamente a la otra orilla.
El grupo siguió caminando, río arriba, charlando animadamente. Manolo no le quitaba ojo a Gema. Pero no se atrevía a decir ni pío. Al llegar al conocido como Baño de las Filias, la pandilla se detuvo.
— ¿Os vais a bañar? —preguntó Manolo.
—No, y menos con vosotros delante —contestó Martina, un poco escandalizada.
—Pues no veo yo la razón para no bañaros —apuntó Antonio.
— ¡Eso te gustaría a ti, Antoñete! —repuso Gema, con una mueca.
Antonio estuvo tentado de decirle algo pero optó por callarse.
—Oye, ¿y Arturo y su perro? —repuso Manolo, que se acababa de dar cuenta de la ausencia de sus amigos.
Todos miraron alrededor sobresaltados.
— ¡Mira, por ahí viene! —gritó Gema, señalando hacia la otra orilla del río.
Arturo se acercaba andando con Canelo a su lado. El muchacho traía un pequeño y andrajoso saco al hombro.
— ¿Qué nos traes, Arturo? —preguntó Martina, a quien siempre había caído en gracia el silencioso muchacho.
—Nah, cosas mías —respondió éste, sin desvelar el secreto.
—Madre mía, pero si el saco ese tiene más mierda que el palo de un gallinero —observó Isidro, riéndose.
—Pues cuando sepas lo que lleva dentro no te vas a reír tanto —susurró Antonio, consciente del contenido de aquella harapienta saca.
Isidro le miró extrañado y al momento cayó en la cuenta, echándose las manos a la cabeza.
— ¡Será cabrón! —exclamó en voz baja —. ¡Ha metido en esa mierda nuestros calzones!
—Y da gracias, que yo ya ni me acordaba de ellos —aseguró Manolo —. Si llego a mi casa sin los calzones, mi madre me hace unos desollándome.
La mañana se marchaba lenta y perezosa. Las chicas se entretenían cogiendo flores y haciendo pequeños ramilletes mientras Manolo, Isidro y Arturo se daban otro chapuzón en el Baño de las Filias, una poza de idéntica condición a la de las Mulas. Hasta Canelo se metió al agua disfrutando del frescor de la misma.
Por su parte, Antonio y Martina se habían apartado, para cobijarse del sol, bajo la agradecida sombra de un chopo cercano.
—Bueno, ¿y qué es lo que me ibas a decir el miércoles que viene después de la misa de la Virgen? —preguntó a bocajarro la muchacha, mirando fijamente a Antonio.
—¿Yo? —balbuceó el mozo, totalmente descompuesto —. Ah, ya… Es que tu primo tiene la lengua un poquejo larga, ¿eh?
Martina asintió y, acodada sobre sus piernas, se puso una mano debajo de la barbilla en actitud expectante.
—No, pues verás Martina, yo ya tengo una edad —aseguró Antonio, buscando las palabras y tratando de no tartamudear.
—Sí, ,me llevas siete meses —dijo Martina, sin dejar de mirarle a los ojos.
—Sí, oye, ¿es que tú sabes cuándo hago los años? —inquirió Antonio, con los ojos chispeantes.
— ¡Desde luego, que tontos sois los muchachos! —exclamó Martina, dándole un manotazo en la pierna —. Pues claro, ¿acaso tú no te sabes el mío?
—Veintinueve de abril —manifestó al momento Antonio.
Los dos se rieron de la situación.
—Lo que te quería decir, Martina es que tú… —comenzó a decir el chico, sintiendo un terrible nudo en la barriga.
—Que yo qué, dímelo —anunció la chica, tan nerviosa como su amigo pero más resuelta.
—Pues que es que, cuando yo te veo bajar por el Estrecho —siguió relatando Antonio —. ¡Joer qué difícil es esto, coj… leche!
Martina sonrió, acercó su mano hasta la cara de Antonio y, con ternura, le apartó un mechón de pelo que le caía directamente sobre un ojo.
—Venga, dime, qué es lo que pasa cuando me ves bajar por el Estrecho, Antonio —expuso Martina, sabedora de que, en ese momento, era ella la que llevaba el control de la situación.
Antonio tragó saliva. Miró durante unos instantes en dirección al río, envidiando la suerte de sus amigos que, en el agua, voceaban y trataban de salpicar a las muchachas que, juguetonas, se acercaban a la orilla para retarles.
—Que eso que te digo, aunque no te he dicho ná —repuso Antonio —, que cuando te veo bajar por el Estrecho, me pongo muy nervioso. Bueno y también muy contento, que se me sube así una cosa por la barriga, ¿sabes lo que te digo? Es verte ahí y…
— ¿Y si me ves por la calle de los Mártires, o por la del Agua, o por la de la Luna? ¿Si me ves por otras calles no te ocurre eso de la barriga? —dijo la chica, divertida por el mal rato que estaba pasando el mocico.
— ¿Eh? Sí, claro. A ver, en cualquier lado que te veo, o sea. Cuando te veo es que… Martina, pues eso, que es que tú…
Martina miraba fijamente al muchacho. Aquellos ojos parecían tener el poder de penetrar hasta en los más profundos sentimientos del chico. Tanto que, Antonio, sin poder evitarlo bajó la cabeza. Iba a decirle las palabras definitivas cuando, Canelo, prorrumpió en ladridos. Todos miraron hacia el camino. A unos cien metros, pedaleando pesadamente se acercaban dos hombres.
— ¡Son los Civiles! —exclamó Isidro, haciéndose visera con la mano.
Efectivamente, se trataba de una pareja de la Guardia Civil que, subidos en sendas bicicletas se acercaban hasta el grupo. Al llegar a su altura, se detuvieron, sudando por el esfuerzo.
—Buenos días muchachos y compañía —dijo uno de ellos, que lucía un tremendo bigote oscuro como noche sin luna —. ¿Qué andáis haciendo?
—Nos estamos dando un chapuzón, señor —explicó Manolo, tratando de aparentar formalidad.
—Muy bien hombre, oye, ya sabéis que no hay que robar nada de las huertas, ¿verdad?
—Sí, señor. Nosotros solo estamos dándonos un baño, como pueden ustedes ver —continuó explicando Manolo.
—Tú, el del perro —dijo súbitamente el otro guardia —. Lo habrás traído atado, ¿no?
Arturo asintió, luchando por no temblar ante la pareja.
—¿Y ese macuto? ¿Es vuestro? —preguntó el agente, señalando a la zarrapastrosa saca.
—Sí, es nuestro —aseguró Arturo, que estaba ya haciendo verdaderos esfuerzos para que no se le notase que le estaban temblando las rodillas, dentro del agua.
— ¿Y qué lleváis ahí? —volvió a preguntar, inquisitivamente el hombre — Acércamela.
—Es que, no le va a gustar, señor —repuso Manolo.
—Si me gusta o no, ya lo diré yo —cortó en seco el guardia —. Dámela, venga. Ahora mismo.
Obediente, Arturo salió del agua y cogió la saca. Volvió a entrar al agua con ella saliendo, al momento, por la orilla opuesta.
—Aquí tiene, señor guardia —dijo el zagal, mirando al suelo.
El hombre agarró la saca, la abrió y miró a su interior. Al momento clavó su mirada en los ojos del pobre Arturo que, a esas alturas ya estaba a punto de llorar. Súbitamente, el agente se echó a reír con ganas.
— ¡Pero hombre! —acertó a decir, pasándole la bolsa a su compañero que, al abrirla y contemplar los calzones de los muchachos, no pudo reprimir las risas.
—Digo, estos han estado cazado liebres y mira por donde les hemos pillado —contó entre risas —. En fin, id con Dios hijos, que se de bien el baño. Buenas tardes señores y señoritas.
Y saludando con marcialidad, retomaron el pedaleo sin dejar de reírse.
—Pero, ¿qué es lo que tenéis en ese saco? —preguntó Gema, intrigada, al tiempo que echaba mano a la bolsa.
—Cosas de hombres —contestó Arturo, agarrando el saco y tirándose al agua de nuevo.
—Qué curioso, es la segunda pareja que vemos esta mañana —comentó Martina, que se había levantado y caminaba ya hacia sus amigas sin dejar de mirar a los guardias que, ya se veían como dos puntos en el horizonte.
—Pues sí que es extraño, porque como mucho pasan los de Alhambra una vez a la semana y además por la tarde —dijo Manolo, que albergaba en su corazón el deseo de ser Guardia Civil de mayor y conocía bien los turnos de los de la zona. O guarda de las fincas del marqués. Lo que fuera con tal de pasar el día en el campo, que es lo que a él le gustaba con locura.
—Bueno, nosotras nos vamos a ir yendo —anunció Martina —. Antonio, ya me dirás eso que te pasa cuando me ves, que al final…
El muchacho se acercó hasta el grupo, asintiendo nerviosamente.
—Nosotros esta noche vamos a ir a investigar a San Antón, si te quieres venir, Martina… —expuso Antonio, buscando el modo de pasar más tiempo con la chica.
—Pues a lo mejor sí —anunció ella —. Ya veremos, ¿a qué hora vais a bajar?
—Sobre las diez, que antes es que es de día —manifestó Manolo —. Gema, ¿tú te quieres venir? Aunque ya sé que es muy tarde para vosotras.
—Poco se me ha perdido a mí de noche en San Antón —respondió Gema —. San Antón para las carreras de mulas y las tortas del santo. A mi dejadme de investigaciones, para eso están los civiles.
Las chicas se despidieron y traspusieron río abajo mientras el grupo de muchachos las observaba alejarse en silencio.
— ¿Le has dicho algo a mi prima? —preguntó Isidro.
—Sí pero no —contestó Antonio, con un tono de fastidio en la voz —. Ya encontraré el momento.
—Y hablando de todo un poco, ¿no os parece raro que hayan pasado dos parejas de los civiles en una mañana por el pueblo? —intervino Arturo, al que los asuntos amorosos le traían completamente al fresco.
—Sí, eso estaba pensando —admitió Antonio, tratado así de desviar el asunto amatorio —. Esos que han pasado eran del puesto de Villahermosa. Lo sé porque a los de Alhambra los conozco de sobra.
—Bueno, que es hora casi de almorzar —dijo Manolo —. Y a mí el agua me da hambre. Propongo que echemos una buena siesta para estar bien despejados esta noche.
—Madre mía, y ahora andando hasta mi casa con los huevos mojados —se quejó Isidro, tratando de acomodarse sus atributos —. Vamos a llegar bien escocidos.
Todos estuvieron de acuerdo. El sol ya caía vertical sobre la tierra y el calor comenzaba a ser sofocante. Arturo repartió la triste carga de los calzones entre sus respectivos dueños. Naturalmente Antonio maldijo al Canelo y a la perra que lo parió al comprobar que, efectivamente, los suyos estaban totalmente cubiertos de cadillos y otros pinchos. Bajaron río abajo hasta llegar a las eras, comentando lo incómodo que, como había anunciado Isidro, se iba con la ropa mojada. Una vez en la entrada del pueblo, se despidieron, marchando cada mochuelo a su olivo. Todos contentos por la interesante mañana que habían pasado. Algunos más felices que otros, como era el caso de Antonio, que no lograba sacarse de la cabeza la sonrisa de Martina.