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CAPÍTULO 4: EN LA NOCHE.
Con el ocaso, la actividad en las eras no cesó, simplemente se transformó. Los más tardíos aún estaban llevando al río las mulas para beber, pero la mayoría ya había dado un merecido descanso a sus animales y muchos se preparaban para pasar la noche al raso en aquella Carrizosa inocente y segura.
Manolo le dijo a Arturo que, si quería, podía pasar la noche con ellos.
— ¿Puede venir Canelo? —preguntó al momento—. Yo sin él no voy a ningún lao.
Manolo asintió y al muchacho se le iluminó la mirada. Al punto, los dos chicos y el perro echaron a correr hacia el sitio en el que Antonio ya preparaba una cama gitana.
— ¿Tenéis agua? —preguntó Arturo— estoy seco y mi amo se ha llevado el botijo.
—Sí, ahí, debajo de esos haces tenemos nosotros uno —contestó Manolo—. Coge un búcaro y ponte la que quieras. Arturo se acercó, cogió un bote de tomate reconvertido en búcaro y se sirvió agua hasta saciarse.
Mientras tanto Antonio, que con sus doce años era el mayor de los tres, se encargó de juntar un buen montón de paja, sobre la que puso la manta que el tío Eladio les había prestado.
—Manolo, tendríamos que conseguir otra manta para arroparnos, estamos a mediados de agosto y de madrugada ya hace frío —dijo el muchacho, experto en esas lides.
—Voy a subir a mi casa a coger una y bajo enseguida —contestó Antonio.
Pero no fue necesario, pues instantes después apareció la madre de Manolo con una cesta.
— ¿Qué? ¿Cómo se ha dado el día? —preguntó la buena mujer, descansando de la pesada carga que transportaba—. Aquí os he traído un poco de chocolate y una jarra de leche. Hola Arturo, ¿cómo está tu madre?
—Ahí va la mujer, tirandillo —acertó a decir el tímido chiquillo, con la mirada clavada en el suelo.
—Dile que se mejore. Bueno hijo, que ya me voy —dijo la señora, dándole un sonoro beso al muchacho en la cara.
—Madre, tengo que subir a casa a por una manta —dijo Manolo, algo incómodo con la presencia de su madre entre los amigos.
—Te la he traído yo, que es que sales de la casa que parece que te va a faltar era para trillar —le amonestó la señora, sacando una gruesa manta de lana de la cesta—. Yo me marcho, que tu padre estará al llegar de la huerta. Portaos bien, ¿eh? ¡Y no os tiznéis la cara!
Y dicho esto, la mujer dio media vuelta y con paso ligero se fue por donde había venido.
— ¿Cenamos ya? —propuso Antonio, siempre dispuesto a mover el bigote—. Venga, vamos a juntar los hatos y a ver cómo se nos da.
Arturo fue hasta el río y trajo un cubo de agua fresca con la que los muchachos se refrescaron, sintiéndose mucho mejor. Después, sentados en círculo, comenzaron a dar buena cuenta de un frugal refrigerio compuesto a base de huevos duros, unas tajadas de tocino, queso curado y tres espléndidos tomates. Arturo le daba, de su ración, algunos pedazos de comida a Canelo, que, pacientemente, esperaba su turno con la cabeza apoyada sobre las rodillas de su amo. Al terminar, Manolo y Arturo se bebieron con fruición la jarra de leche que había traído la madre del primero. Antonio no quiso ni olerla, tal era el asco que le producía.
—Leche de gorrino —aseguró, haciendo una mueca de repugnancia.
— ¿Contamos cosas de miedo? —preguntó Manolo, gran amante de esa clase de relatos.
—No, déjate de cuentos —repuso Antonio, al instante—. Vamos a hablar de cosas más divertidas. Arturo, ¿tú has estado ya con alguna muchacha?
Al momento el chico se puso rojo como la grana. Negó con la cabeza y a punto estuvo de atragantarse con un pedazo de tomate.
—Yo tampoco —reconoció Manolo—. ¿Y tú, Antonio?
—Hombre claro, yo tengo ya una edad —dijo Antonio, fingiendo una falsa indignación.
— ¿Y qué tal? ¿Cómo besan las muchachas? ¿Cómo se llega a lo de después? —inquirió Arturo, para sorpresa de sus dos nuevos amigos.
—Pues hombre, no sé, normal, con el hocico, ¿no? —explicó el chico, algo atropellado.
—Ya, eso sí, pero luego, ¿le echaste mano a las tetas? —insistió Arturo, volviendo a dejar asombrados a los otros.
—Sí, sí, claro que sí —dijo Antonio, comenzando a ponerse nervioso—. Lo que haga falta, digo yo, ¿no?
—O sea, que nada de nada. No te has comido una rosca en tu vida —sentenció Manolo, con una sonrisa triunfante iluminándole el rostro.
—Nunca —reconoció Antonio, entre divertido y avergonzado. Mientras se quitaba la boina y se rascaba la coronilla—. Pero bueno, eso es porque yo me reservo para la Martina. Y diciendo esto, se dejó caer como un fardo sobre la manta.
— Canelo, vigila —ordenó Arturo.
— ¡Guau! —ladró el animal, como si hubiese comprendido a la perfección la indicación de su amo.
— ¿No te lo atas al pie? —preguntó Antonio—. Ya sabes, para que no te tiznen.
La costumbre de tiznar en la cara a los trilladores que pernoctaban al raso venía de antiguo. En mitad de la noche, los más juerguistas manchaban sus manos con grasa en los ejes de los carros y se dedicaban a decorar el rostro de los durmientes con toda clase de bigotes, perillas y barbas.
—No hace falta, si se acerca alguien Canelo le ladrará —contestó el chico—. Además, no creo que haya nadie en toda la provincia que tenga ganas de ver a Canelo enfadado.
—Ya te digo yo que no —reconoció Manolo, mirando al perro con un punto de admiración y miedo.
— ¿Queréis que juguemos al escondite? —preguntó Antonio—. Los de la parva del Pajarete llevan un rato haciéndolo.
Pero ninguno parecía tener demasiadas ganas y prefirieron descansar. Manolo y Antonio se quitaron las abarcas y los calcetines en un periquete. Arturo, sin embargo, tardó algo más, dado que no gastaba calcetines sino peales, una especie de calcetín hecho a base de liarse trozos de lona en los pies y las pantorrillas. Los dos muchachos cruzaron una mirada de conmiseración; sin lugar a dudas, las cosas no iban demasiado bien en el hogar de su nuevo amigo.
Poco después, una luna llena, redonda como un queso manchego, se alzaba orgullosa en el despejado firmamento. El cielo quedó cuajado de titilantes estrellas, conformando un espectáculo único. El campo aparecía iluminado, como si un invisible manto de luz plateada se hubiese derramado sobre el mundo. A ese espectáculo de sobrecogedora belleza se sumaba el hecho de que apenas corría un ápice de aire en todo el erial, con lo que la temperatura era extraordinaria. En la lejanía, un coro de ladridos recorría el pueblo de punta a punta. Manolo, Antonio y Arturo estaban tumbados sobre la manta, en silencio, contemplando la miríada de estrellas que se cernía sobre sus cabezas. Canelo, acostado a los pies de Arturo, levantaba una oreja cada vez que algún perro ladraba en la distancia. Otro grupo de muchachos echaba una mano de cartas alumbrándose con la luz de un candil y más allá, casi a los pies ya de la ermita de San Antón, otra cuadrilla de gente cantaba al son de la desgarrada voz de una guitarra.
—Yo no me voy a ir nunca del pueblo —anunció Antonio, con la mirada clavada en los astros—. En las ciudades no se puede disfrutar de todo esto.
—Yo tampoco —afirmó Manolo, que no podía imaginarse su vida en un Madrid o un Valencia.
—Ni yo. Además, ¿quién cuidaría de mi madre? —dijo Arturo, con voz triste—. Cada día está más mala, la pobre. La otra semana me dijo don Eusebio que necesitaba unos medicamentos especiales para eso que tiene ella en el plumón o que si no se moriría.
—No seas borrico, será en el pulmón —corrigió Antonio, entre divertido y compungido—. ¿Por eso trabajas para el Bocapudría?
—Claro, como nadie quiere ir con él de amo, paga mejor —dijo el muchacho—. Si se muere mi madre, detrás iré yo.
—No digas eso —musitó Manolo—. Eso es lo último, ¿no sabes que los que se cuelgan no van al Cielo?
—Y los entierran fuera del cementerio —acotó Antonio.
Todos quedaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, pero con un denominador común: sus madres. De pronto, Manolo se incorporó y se quedó mirando a Arturo. El muchacho comprobó horrorizado que su nuevo amigo estaba llorando, quedo, en silencio; con dignidad. Manolo tragó saliva.
—Escucha, Arturo —comenzó a decir Manolo—. Lo que me pague mi tío este año por la trilla, te lo voy a dar a ti. A ver si entre los dos juntamos para esas medicinas que dice el boticario.
— ¡Cómo que entre los dos! ¡Entre los tres! —exclamó Antonio, sentándose igualmente sobre la manta—. Cuenta con lo mío también.
Finalmente, Arturo se irguió y se quedó mirando quietamente a los dos chicos. Al cabo de unos instantes negó con la cabeza.
—Sois muy buenos los dos, pero no puedo aceptarlo —dijo el chiquillo, con tristeza—. Nunca podría devolvéroslo y por tanto no debo cogerlo.
— ¿Es que eres tonto? —contestó Antonio—. Lo vas a coger o te pego un pescozón que te arranco la cabecilla esa chiquitusa que tienes.
Arturo sonrió, mientras se limpiaba las lágrimas con la manga de la camisa.
—Además, haremos un trato —sentenció Manolo—. Tú compartes al Canelo con nosotros y ese será nuestro pago. ¿Qué te parece?
Manolo extendió la mano, como había visto hacer a su padre para cerrar algún trato. Inmediatamente Arturo se la estrechó con alegría y lo mismo ocurrió con Antonio.
— ¿Ves? A veces las cosas se pueden arreglar —dijo éste último, dándole un vigoroso golpe en el hombro a Arturo.
— Para celebrarlo, vamos a tomarnos la onza de chocolate que ha traído mi madre —dijo Manolo, repartiendo entre los otros dos.
—Bueno, vamos a tratar de dormir, que ya no se oye a nadie en toda la era —anunció Antonio—. Ha sido un día estupendo. Buenas noches, chicos. ¡Oye, qué rico está esto, cojones!
—Madre mía, abulta más que tú esa palabrota —aseguró Manolo, divertido.
Todos dieron las buenas noches y volvieron a tumbarse sobre la manta teniendo la precaución de cubrirse con la que había traído la madre de Manolo. Poco después los tres rezaron sus oraciones en voz baja y cerraron los ojos convencidos de que ni el mismo Franco dormiría aquella noche tan bien como ellos. Ciertamente, en toda la era no se escuchaba ya más que el ulular de un búho en la cercana alameda, el canto de cientos de grillos, saludando a la noche, y el arrullo del río Cañamares al correr, salpicado por el intermitente croar de las ranas del Vaho. Canelo permanecía alerta. Serían cerca de las tres de la madrugada cuando el perro levantó una de sus orejas y abrió los ojos. Algo había cruzado la era. ¿Sería un ratoncillo de campo o tal vez alguna rata de agua, atraída por el generoso grano que se extendía por el suelo? Alertado por un nuevo ruido, Canelo se levantó y lanzó un gruñido de advertencia. Arturo se despertó al momento.
— ¿Qué ocurre, amigo? —susurró, procurando no despertar a sus compañeros—. ¿Has escuchado algo?
El chico trató de agudizar la vista, pero, a pesar de que había buena visibilidad, no fue capaz de atisbar nada que le llamase especialmente la atención. De pronto Canelo ladró con fuerza. Fue un solo ladrido, seco, grave y rotundo. Sobresaltados, Manolo y Antonio se incorporaron, asustados.
— ¿Qué pasa? —dijo Antonio, mirando en todas direcciones, con los ojos abiertos como dos platos.
—No lo sé, Canelo ha debido ver algo raro —aclaró Arturo, tratando de vislumbrar algo fuera de lugar.
Alguien juró en arameo desde uno de los grupos cercanos a los chicos.
— ¿No habrá sido un gato o una rata? —dijo Manolo en voz baja, mirando en dirección al pueblo, que permanecía impasible, oscuro y silencioso.
—No, Canelo nunca ladraría por algo así —afirmó Arturo.
— ¡Mirad! —exclamó súbitamente Antonio, señalando hacia la ermita de San Antón, que se levantaba en un cerrete cercano, a un kilómetro aproximado al sur de donde estaban—. ¡Hay una luz en la ermita!
Efectivamente, alguien merodeaba por la ermita llevando una linterna o una vela.
— ¿Quién andará allí a estas horas? —se preguntó Manolo, extrañado por los acontecimientos.
—No lo sé —admitió Arturo—, pero desde luego no es nada normal—. ¿Echamos un vistazo?
—Buena idea —dijo Antonio—. ¡Vamos, calzaos deprisa y, por amor de Dios, no hagáis ruido!
En ese momento otra luz, mucho más potente que la primera, centelleó en lo alto del cerro. Fueron tres fogonazos seguidos.
—¡Otra vez la luz! —exclamó en voz baja, Manolo —¡Hay alguien en el cerro haciendo señas!
— ¡Tenemos que ir a San Antón! ¿Qué hacemos con Canelo? Si lo llevamos con nosotros echará abajo el cerro con sus ladridos —anunció Manolo, nervioso.
—No lo hará —contestó Arturo—. ¡Canelo, silencio! ¡En guardia!
El perro adoptó una posición de vigilancia, tanto fue así que los chicos no pudieron evitar reírse. ¡Daba la impresión de que Canelo lo entendía todo! En un momento, los tres muchachos estuvieron listos. Ya estaban a punto de dirigirse hacia el cerro cuando Arturo, señaló a sus espaldas, al otro lado del río.
—¡Allí, mirad! —dijo, apuntando con su dedo hacia la lejana carretera —¡He visto otra luz!
Antonio y Manolo miraron de inmediato y, justo, alcanzaron a ver un nuevo destello que parecía provenir de la parte media del recién inaugurado cementerio municipal.
—Eso… ¿Eso no es el cementerio? —preguntó Manolo, con cierto temor.
—Sí, claro que es el cementerio —afirmó Antonio, con gesto serio.
—¿Luces en el cementerio? —se preguntó a sí mismo, Arturo, sin apartar la vista ni un momento del camposanto.
—Vamos, tenemos que enterarnos de qué es lo que está ocurriendo —dijo Antonio, con resolución.
—¿Al cementerio? —dijo Manolo, temeroso de que la respuesta fuese afirmativa.
Los tres se quedaron mirando por un momento hacia la blanca tapia que, a unos trescientos metros, refulgía bajo la poderosa luz de la luna.
—No, mejor a San Antón —contestó Antonio que, secretamente, no tenía la menor intención de ir al cementerio a esas horas de la madrugada. — ¿Tenemos alguna luz? —preguntó, siempre precavido.
Los otros negaron con la cabeza.
—Bueno, no importa. Hay una luna espléndida —dijo el chico—. Solo espero que ello no sirva para que nos descubra, sea quien sea.
Y así, los cuatro comenzaron a andar hacia aquella misteriosa luz que se había visto en el cerro de San Antón. Íntimamente todos preferían ir hacia la vieja ermita que al camposanto municipal. Los cementerios no son lugares para andar de noche. Ni de día. Ni en ningún momento.