CAPÍTULO VI: EL DÍA DE LA TORMENTA.
No eran aún las seis de la mañana cuando Manolo se despertó aterido de frío. Apenas había dormido un par de horas, pero el relente de la madrugada le había despabilado súbitamente. —Huele a tierra mojada—se dijo para sí mismo, antes de abrir los ojos.
Finalmente, se incorporó y echó un vistazo a su alrededor. Arturo aún dormía, con la cabeza del Canelo apoyada en sus rodillas y Antonio se adivinaba, arrebujado, en un bulto bajo la manta. En las eras varios hombres miraban al cielo con gesto preocupado mientras que otros, se afanaban ya en esparcir sus parvas formando montones alargados, como inmensas barras de pan sobre el suelo. El muchacho miró hacia arriba y entendió al momento los rostros intranquilos de los hombres; unos gruesos nubarrones cubrían casi por completo las alturas.
—Sí, va a caer una buena nube —dijo Arturo, con voz sombría, sobresaltando a Manolo.
— ¿Tú crees? —inquirió el chico, sin dejar de mirar al negro capote que se cernía sobre todos ellos.
Arturo asintió mientras se desperezaba. Manolo dio una patada a la manta bajo la que yacía Antonio.
—Tú, venga hombre, que ya es de día —exclamó Manolo, divertido.
El bulto se movió y, poco después, la cara somnolienta de Antonio asomó con pereza.
— ¿De día? ¡Pero si nos hemos dormido hace un rato, cojones! —protestó mientras sacudía la cabeza. —Oye, está muy plomizo el día, ¿no?
—Dice Arturo que va a caer la de Dios es Cristo —afirmó Manolo.
Arturo volvió a asentir. —Pero de las gordas…
—Oye, ¿vosotros sabéis por qué están los hombres haciendo como hileras con las parvas? —preguntó, intrigado, Manolo.
—Porque creen que así se mojará menos el grano —contestó Arturo, con la mirada perdida en dirección a los gañanes que, efectivamente, extendían a lo largo de las eras, sus parvas sin dejar de mirar, de vez en cuando, hacia las alturas.
—Una idiotez, se moja de todos modos. Ahora vengo —aseguró Arturo, mientras se ponía en pie de un salto y echaba a andar en dirección al puente.
Los dos amigos le observaron alejarse. Ninguno hizo preguntas. De sobra sabían que el muchacho iba a levantar a su madre para darle algo de desayunar. Alguien, en la lejanía levantó la mano para saludarles. Era Isidro, que también se marchaba a su casa. Los chicos correspondieron al gesto. No había llegado aún Arturo al Vaho cuando unas gruesas gotas comenzaron a caer dejando unas curiosas marcas en el polvoriento suelo.
— ¡Ya está aquí! ¡Venga, levanta y vámonos! —ordenó Antonio, apresurándose a recoger la manta.
Los dos muchachos dieron un brinco y, en un santiamén, ya estaban ayudando al tío Eladio a enjaretar a las mulas. El hombre tenía el rictus serio, no se podía decir que estuviese enfadado. Ni contento. Ni triste. Aquella era la cara de una estatua de mármol.
—Vaya fastidio, ¿verdad tío? —dijo Manolo, queriendo cortar aquel incómodo silencio.
El tío Eladio ni asintió ni negó. Se limpió la comisura de la boca con dos dedos y, se quedó mirando hacia las eras, donde ya muchos hombres llevaban del ramal a sus mulas y se alejaban hacia el pueblo.
—La vida es como la trilla —concluyó de repente —Una jodida mierda en la que uno propone y Dios hace lo que le pasa por sus santísimos…
Los muchachos se quedaron mirando al tío Eladio sin saber qué decir. O sin siquiera saber si tenían que decir algo o seguir callados. Al momento, el hombre agarró a cada una de las mulas del ronzal y echó a andar hacia el puente. Por momentos, la lluvia comenzaba a arreciar. De pronto, un destello de luz iluminó todo el erial. La imagen era fantasmagórica, el fulgor del relámpago imprimía al campo un aura de irrealidad que fascinó a los chicos.
— ¡Venga tú, arranca ya! —exclamó Antonio, echando a andar con rapidez, mientras se ajustaba la boina sobre el pelo, ya empapado. Manolo, al momento echó a correr.
— ¡Qué haces! ¿Pero es que tú eres tonto? —gritó Antonio, alarmado, haciendo que Manolo se detuviese en seco.
— ¿Qué pasa? —preguntó el muchacho, extrañado y un poco enfadado por el insulto.
—No se corre cuando hay tormenta. ¿Es que no te la ha contado tu padre?.
Manolo negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.
—Perdona por lo de tonto; te decía lo de no correr porque eres mi amigo y te tengo aprecio; los rayos persiguen a los que corren en el campo —aclaró Antonio con rotundidad.
— ¿De verdad? —preguntó Manolo, con los ojos abiertos como un búho. Antonio le hizo un gesto con la barbilla para que echase a andar.
Mientras cruzaban la pasarela del Vaho, ya bajo una gruesa cortina de agua, Antonio comenzó a contarle la tragedia de Venancio, el del tío Patata. Un mocico de catorce años al que una nube sorprendió arrancando garbanzos en la zona de Huelma, haría quince o veinte años. Contaban que el pobre Venancio echó a correr cuando comenzó la tormenta y, antes de llegar al camino, un rayo le entró por lo alto del cocote y le salió por las mismísimas tripas. Cuando lo encontraron, negro como un tizón, lo reconocieron por un rosario que llevaba en el bolsillo de los calzones.
—Así que ya te lo sabes, cuando hay nube, no se corre, amigo mío —concluyó Antonio.
En ese preciso instante, un enorme trueno hizo retumbar todo el pueblo. Varias mulas patalearon nerviosamente, siendo sujetadas por sus dueños, no sin cierto esfuerzo.
—Y esa es otra, cuando hay nube, ni en borricos ni en mulos, se sube. Que se ponen de patas y no sería el primero que se quiebra las costillas por bacín —aseguró Antonio.
La calle del Estrecho era una marea humana de hombres y bestias. El aguacero había convertido la cuesta arriba en un auténtico barrizal. A la altura de la plaza, se cruzaron con Arturo y su Canelo.
—¿Dónde vas tú, hombre? —preguntó Antonio, extrañado de verle bajar —¿Es que no ves la que está arreando?
—Sí, pero yo os dije que ahora volvía y un tío de verdad tiene palabra —contestó Arturo, serio y digno.
Los otros dos asintieron. Sin lugar a dudas, aquel muchacho era alguien de quien poder fiarte.
—¿Queréis que demos esta tarde una vuelta juntos? —propuso Arturo, contento de tener nuevos amigos, mientras echaba un vistazo al cielo.
—¿Pero y la trilla? ¿Tú no tienes que acudir con el tío Bocapudría? —arguyó Manolo.
—¡De qué trilla estás hablando! Hasta pasado mañana no baja nadie a las eras, muchacho —repuso Antonio, divertido ante la ignorancia de su amigo. —Se tiene que secar el grano primero. Oye, pues si queréis, por mí podemos echar un ratejo esta tarde, total, tampoco hay nada mejor que hacer.
Y así quedaron. Poco después, cada uno estaba ya en su casa, tratando de entrar en calor y deshaciéndose de la muda empapada. La mañana transcurrió entre agua, relámpagos y unos truenos espantosos que hacían ladrar a los perros de todo el pueblo y ponían nervioso al ganado. A media tarde la nube había pasado dejando, eso sí, las calles de Carrizosa convertidas en un río de barro. Siempre ocurría lo mismo. Y suerte que esta vez no se había producido ninguna “venía” como la del cuarenta y ocho.
A las siete de la tarde, con el sol pegando fuerte aún, los tres amigos se reencontraron en la Plaza del Generalísimo. El lugar era un hervidero de gentes, la mayor parte hombres ociosos ante el obligado parón de la trilla. Entre ellos estaba Isidro, que al verlos se acercó, contento.
—Oye vosotros, ¿queréis que vayamos a San Antón a investigar? —propuso Isidro, recordando la acaecido en la pasada madrugada.
—¿Investigar, el qué? —contestó Antonio.
—Pues lo de anoche, las luces esas que achuchamos y las voces que oí yo —aclaró el zagal.
—Pues no es mala idea —reconoció Manolo —Total, para estar aquí mirándonos las caras y viendo pasar a misa a las beatas.
—Venga sí, vámonos que como nos encuentre aquí don Félix nos hace entrar a las novenas de la Virgen —dijo Arturo, echando a andar hacia las escaleras de la plaza, acompañado del Canelo, que movía el rabo sin cesar.
Los cuatro muchachos y el perro bajaron por la cuesta del Estrecho procurando no meterse demasiado en los charcos. De camino se cruzaron con varios hombres que les saludaban haciendo un leve gesto con la cabeza. La tormenta había dado paso a una tarde de verano espléndida. Las mujeres, en las puertas de sus casas, pugnaban por dejar la entrada lo más lustrosa posible, luchando contra el fango. En una de aquellas puertas, estaba Martina. Antonio no pudo evitar un breve salto en el pecho. Sin apenas percatarse, el chico se estiró todo lo que pudo para causar la mejor impresión posible.
— ¡Muchacho, no te estires tanto que parece que te han metido la varilla de un cohete por el culo! —advirtió Manolo, divertido.
Antonio se puso rojo como la grana en un periquete y trató de propinar un pescozón a su amigo. Los otros rieron con ganas la ocurrencia de Manolo, y la misma Martina les miró dedicándoles una amplia sonrisa que, para Antonio, fue como ver abrirse las puertas del mismo Cielo.
—¡Ay Martina, guapa! ¡Dale fuerte al escobón! —voceó Isidro, con gracia. La muchacha correspondió al piropo con otra sonrisa y un guiño divertido. Lo que ya no gustó tanto al bueno de Antonio.
—No sabía yo que tenías esas confianzas tú con la Martina —dijo Antonio, sin poder ocultar cierta molestia.
—Coño, como que es mi prima, ¡mira éste! —respondió Isidro, burlón.
—Anda, ¿y qué pasa? Ya sabes lo que se dice, como primo te la arrimo —contestó Antonio, algo cortado.
—Si es que te trae loco, ¿eh? —aseguró Manolo, palmeándole la espalda para disgusto Antonio que, en ese trance, le dirigió una furibunda mirada.
—Pero ¿qué dices tú? Me gusta esa cómo me gustan todas —explicó Antonio, tratando de arreglarlo.
—Hombre, como todas no —intervino de pronto, el tímido Arturo. —Eso lo saben en el pueblo hasta los galgos.
Antonio miró a Arturo, incrédulo ante el atrevimiento del chaval, y sin saber qué responder.
—Bueno, meteros la lengua en el culo todos, que estáis más hermosos —concluyó Antonio, algo molesto por ser sus amoríos el centro de la conversación, apretando el paso.