CAPÍTULO VII: UNA TARDE EMOCIONANTE.
A todo esto, ya habían llegado a las eras. Afortunadamente el aguacero no había hecho demasiado daño a las distintas parvas. Algunos hombres observaban el panorama en silencio. Un mutismo solo roto por el vuelo y piar de algunos vencejos y palomas que, contentos de la poca presencia humana, veían aquello como el festín de sus vidas. El silencio. Ese aceptar lo que venga, tan enclavado en el sentir de La Mancha. La resignación con lo inevitable. Ese “tendrá que ser así”, que anidaba en el corazón de cada carrizoseño.
El grupo pasó de largo de las eras y comenzó a ascender por el pequeño cerro de San Antón, cuya cima coronaba la insignificante ermita del santo. Iban por la mitad de la subida cuando escucharon unas voces.
—Hay gente —advirtió Antonio —señalando a un par de hombres que hablaban entre sí al pie de la ermita.
—Que haya quién quiera, a ver si es que es de ellos San Antón —contestó Isidro, sin dejar de andar —¿Quiénes son? No me suenan, esos no son de aquí.
Ninguno de los cuatro reconocía a la pareja que, en ese momento, ya se habían percatado de la presencia de los chicos. Al llegar a su altura, Isidro saludó con el típico gruñido con el que los hombres se saludan en toda La Mancha.
—¿Qué queréis vosotros? —preguntó uno de los hombres, con cierta rudeza.
—Estar aquí, ¿qué pasa? —contestó, desafiante, Antonio, que no se amilanaba ante nada.
—Pues no he visto yo a nadie que os estuviera llamando por aquí —dijo el otro hombre, que tenía una poblada barba oscura, en un tono aún más hosco que su amigo.
—Es que no nos tiene que convidar nadie, ¿no sabes? Nosotros podemos subir aquí cuando nos pase por las mismas pelotas —explicó Antonio, sin dar marcha atrás en el enfrentamiento.
Los dos hombres se miraron entre sí. Era claro que, las respuestas del mozo no les habían sentado demasiado bien. Pero tampoco sabían qué responder.
—Oye tú, a ver si no eres tan chulete que te puedes quedar sin dientes —amenazó el más alto de los dos hombres, al tiempo que daba un paso hacia Antonio que, echando valor, no se movió de su sitio. En ese momento, y para sorpresa de todos, Canelo gruñó, agresivo, dejando ver unos afilados y blancos dientes, lo que hizo que los dos hombres diesen un paso atrás con premura. No se habían dado cuenta de la presencia del animal hasta ese mismo instante. Acto seguido, el perro profirió un grave ladrido al tiempo que el pelo de su lomo se erizaba de un modo aterrador. Los gruñidos eran ahora aún más amenazantes.
—Que dice mi Canelo que, si mi amigo se queda sin dientes, él le puede dejar los suyos —intervino Arturo, poniendo la mano sobre la testuz del animal, que seguía gruñendo con fiereza.
—A ver, a ver —alcanzó a balbucear el tipo de la barba, —que no hace falta ponerse así, coño —anunció con cierto temblor en la voz. —Somos de fuera y solo estábamos dando una vuelta por el pueblo, —intervino el más alto, tratando de reconducir la situación.
—Muy bien, pues nada, que se os de bien el paseo —dijo Manolo, que sintiéndose protegido por Canelo, se atrevió a intervenir a pesar de ser el más pequeño de todos. —Andad con Dios.
El hombre asintió y, tras intercambiar otra breve mirada con su amigo, se dispusieron a bajar del cerro. Los chicos se quedaron observándolos mientras Canelo miraba a su amo como diciendo, ¿pero no me vas a dejar que les arranque las canillas a bocados a esos dos?
—Esos forasteros no me han dado buena espina —habló Arturo, sin dejar de acariciar la cabeza del perro y, exponiendo en voz alta un pensamiento que todos ellos tenían.
—Estoy seguro de que son los de anoche —dijo Isidro, haciendo que todos le mirasen sorprendidos —Sí, la voz esa se me ha venido a los sesos en cuanto ha abierto el hocico el tío de las barbas. Os digo yo que esos estaban anoche aquí.
Los cuatro muchachos se quedaron en silencio. Las preguntas se agolpaban en sus cabezas. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Y qué harían ahí, en la ermita de madrugada? ¿Tendrían algo que ver con las luces que vieron ellos?
Poco a poco, el sol fue cayendo sobre la Sierra de Alhambra. La lluvia de la mañana había dejado paso a una tarde fresca y ésta, a una noche más de primavera que de verano. Los cuatro amigos y Canelo habían echado un par de horas dándole vueltas al asunto de aquellos dos forasteros sin llegar a sitio alguno. Comenzaron a bajar del cerro de San Antón cuando se encontraron con el Pajarete, que traía un cigarro colgando de la boca.
—De dónde vendréis, pájaros —les dijo, con una mueca guasona.
—De rezarle al santo, — contestó Isidro, burlón.
—Eso está muy bien, hombre —asintió el Pajarete —Además, yo siempre he pensado que este ibas pa cura —concluyó, señalando a Arturo, al tiempo que se reía a boca abierta.
El muchacho no se rechistó, acostumbrado a las chanzas de los mayores.
—Tú en cambio se ve que ibas pa monja —aseguró Antonio, cortando de cuajo las risas del Pajarete.
— ¿El qué estás diciendo tú? —preguntó éste, desafiante.
—Ya me has oído, Pajarete…
Los dos chicos se miraron fijamente a los ojos. Era la primera vez que Antonio plantaba cara a un muchacho más mayor que él.
—Venga coño, a ver si ahora nos vamos a pegar por una tontería —dijo Isidro, deseoso de quitar tensión al momento.
—No, pero es que me ha parecido que éste me decía que tenía trazas de monja —repuso el Pajarete sin dejar de mirar a Antonio.
—Y es lo que te he dicho, no te ha parecido, no. Es que te lo he dicho muy claramente —aseveró Antonio, sosteniendo la mirada al otro.
Los dos mocicos no dejaban de mirarse fijamente. Ninguno parecía estar dispuesto a dar marcha atrás. De pronto, el Pajarete se echó a reír mostrando unos dientes bastante desenfilados.
— ¡Tienes dos pelotas bien puestas! ¿Eh? —afirmó, divertido. —Venga anda, vamos a dejarlo así. De todas maneras lo decía para reírnos un poco —concluyó, dando una palmada en la espalda a Arturo.
—Si haces un chascarrillo conmigo y yo no me río, entonces no es un chascarrillo, es una putada —manifestó con contundencia Arturo, por primera vez en su vida sintiéndose arropado por amigos.
El Pajarete lo miró sin saber muy bien qué decir. Asintió despacio y haciendo un leve arqueamiento con las cejas siguió su camino.
— ¡Madre mía cómo estamos hoy! —exclamó Manolo, provocando las risas de sus amigos.
El Pajarete, que aún andaba cerca, volvió la cabeza, convencido de que aquellas carcajadas eran a su costa. Por un momento tuvo el pensamiento de regresar sobre sus pasos para que le aclarasen el motivo de aquellas risas. Pero lo pensó mejor. Después de todo, los otros eran cuatro y tenían al perraco ese. Y oye, que estaban dejando ya de ser niños y lo misma iba a por lana y salía trasquilao.
Los cinco, Canelo incluido, llegaron hasta la Plaza del Generalísimo. A esas horas estaba prácticamente desierta. La noche ya había extendido su negro manto sobre el pueblo y una mortecina luz se había encendido en el esquinazo de la Parroquia de Santa Catalina.
— Mañana, ¿habrá trilla? —preguntó Manolo, curioso.
—No, hasta que no seque bien el grano no hay nada que hacer —anunció Antonio, —y eso si no llueve mañana, que no creo.
—¿A qué hora os tenéis que recoger vosotros? —preguntó Isidro al resto.
—A ninguna, que no somos muchachas —aclaró Manolo, al tiempo que cucaba un ojo.
—Pues se me está ocurriendo una idea —dijo Isidro, con una chispa de excitación en los ojos. —Voy a echar un trago de agua a la fuente del Altillo y vuelvo y os cuento.
Al instante, Isidro salió corriendo calle arriba dejando al resto con la intriga.
—Te he visto muy currete esta tarde —afirmó Manolo, dirigiéndose a su amigo Antonio.
El muchacho se encogió de hombros, como quitándole importancia.
—Manolo, a ti es que hay que explicarte todo —observó Arturo, al tiempo que cogía un palo y lo lanzaba con fuerza al otro extremo de la plaza, para que Canelo fuese a buscarlo.
— ¿El qué? —preguntó Manolo, extrañado.
—Pues que el Antonio se ha puesto así de farruco porque estaba el Isidro, ¿verdad?
Antonio, sorprendido, no contestó.
— ¡Claro hombre! ¡Para que Isidro le cuente a su prima el par de pelotas que se gasta! —aseguró Arturo sin dudarlo.
Manolo miró a Antonio, como interrogándole con la mirada. Antonio sonrió.
—A lo mejor un poco sí —admitió Antonio, cogiendo por los hombros a los dos muchachos. — ¡No se te escapa una! ¿Eh? ¡Joder con el que no hablaba!
—Pues por eso, porque hablo poco pero me fijo mucho —admitió Arturo, con una franca sonrisa.
Al poco rato llegó Isidro, con todo el camisón empapado en agua.
— ¡Qué rica está el agua, leche! —dijo, con la cara roja como un tomate por la carrera. —Escuchad, se me ha ocurrido una idea. ¿Y si vamos esta noche a vigilar la ermita de San Antón por si vuelven los de las luces?
— ¡Sí! ¡Es una idea estupenda! —admitió Manolo, emocionado con la idea.
—Oye, pues me parece bien, sí —dijo Antonio, —pero coño, podías haberlo pensado estando allí y no habíamos echado este viaje.
—Ya, si lo pensé, pero es que tenía una sed… —declaró Isidro, sonriendo.
—¿Vamos ya? —propuso Arturo —Es mejor llegar con tiempo para buscar un buen sitio para escondernos.
Dos minutos más tarde ya bajaban, una vez más, los cinco por la calle del Estrecho. Iban hablando, emocionados, ante la posibilidad de descubrir algún oscuro secreto. Se sentían como héroes. Manolo llegó a decir que, una aventura así, no la habían tenido ni Roberto Alcázar y Pedrín.
Al pasar por la puerta de la Martina, Antonio no pudo evitar mirar hacia la humilde morada. Una tenue luz se adivinaba en el interior de la estancia que tenía las hojas de la ventana abiertas de par en par para que entrase un poco de fresco.
—Dile algo a mi prima, Antonio —intervino Isidro, sacando al muchacho de sus pensamientos.
— ¡Y dale! Desde luego, cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba y el tonto sigue —protestó Antonio, viéndose, de nuevo, descubierto.
—Ya, sí, tonto… —dijo Isidro, que dejó ahí el asunto, viendo lo mal que lo tomaba su amigo.
Continuaron bajando calle abajo. Cruzaron el puente del Cañamares y una brisa fresca les acarició el rostro. El viento traía aromas de trigo mojado y tierra húmeda. Marchaban en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
—Bueno, a lo mejor le digo algo a la Martina el miércoles que viene, después de la misa de la Virgen —anunció Antonio, para sorpresa del resto.
Los otros tres, miraron con asombro a Antonio, y comenzaron a reírse. El muchacho, desenmascarado por su propia respuesta, se unió al coro de carcajadas generales. Tanto fue así que, hasta Canelo, lanzó un par de alegres ladridos. ¡Parecía entender todo lo que ocurría a su alrededor! Sin lugar a dudas aquella era una cuadrilla de muchachos un tanto peculiar, pensó el animal.