CAPÍTULO VIII: LO QUE OCURRIÓ EN SAN ANTÓN.
A esas horas, las eras presentaban un aspecto muy diferente al de la noche anterior. La luz de la luna permitía distinguir los montones de cereales, brillantes aún por el agua, diseminados por doquier. Naturalmente no había ni un alma en todo el erial. Aquella visión, sin saber muy bien la razón, les transmitía un sentimiento de tristeza y soledad a los chicos.
—Dice el churrero que en Francia ya hay máquinas que siegan —comentó Isidro —. Algún día todo esto se habrá terminado.
—No lo creo —contestó Antonio —, la mano del hombre siempre hará falta.
—Pues claro hombre, y además, ¿qué haríamos con todos los mulos y los borricos? No, eso será en Francia que son muy modernos, pero os digo yo que aquí no va a pasar. Nos haremos viejos y otros segarán y trillarán, como se ha hecho toda la vida —defendió Manolo, que no quería ni pensar en esa posibilidad.
Los otros tres asintieron con la cabeza al discurso del muchacho. Siguieron andando y lanzando fugaces miradas a la desierta era. En realidad, ninguno de ellos estaba demasiado seguro de que, un día no muy lejano, todo aquello formase parte solamente ya de sus recuerdos. Al llegar al pie del cerro de San Antón se detuvieron.
—No se ve un alma —susurró Manolo —. ¿Subimos ya?
—Vamos a esperar un ratejo, mirad al cielo. Esa nube nos ayudará —dijo Antonio, señalando a un nubarrón que, en breve, taparía a la luna.
El pequeño grupo permaneció inmóvil, atentos al desplazamiento del nubarrón y sintiendo los golpes del corazón en el pecho. En el instante justo en que el oscuro cúmulo ocultó la luz del astro, sin decir una palabra, se lanzaron cerro arriba, con Canelo a la cabeza. Aprovecharon las tinieblas de la noche para alcanzar la cumbre con cautela. Allí no había nadie.
— ¿Y ahora? —preguntó Arturo, mirando alrededor —. Aquí no hay ni Dios.
—Hombre, Dios precisamente —contestó Manolo, señalando hacia la ermita.
Los muchachos rieron la ocurrencia y, justo en ese momento, Canelo gruñó. Todos miraron al animal intrigados.
— ¿Qué te ocurre Canelo? —interrogó Arturo al animal, como si este pudiese dar una explicación.
— Nah, que habrá olisqueado alguna liebre —aseguró Isidro.
— ¡Mirad! —exclamó Manolo, señalando al suelo.
Todos miraron al lugar al que apuntaba y, efectivamente, en la tierra se distinguía perfectamente una colilla de cigarro aún encendida y humeante.
—Eso va a ser de alguna pareja que… —comenzó a decir Arturo.
— ¡Y dale, el tío de las parejas! —cortó Antonio —. Esa colilla no lleva ahí ni tres minutos, ¿tú has visto a alguien bajar? ¿A alguna pareja?
No había terminado casi de hablar cuando escucharon un enorme ruido que parecía provenir del interior mismo de la ermita.
— ¡Vamos a escondernos! —ordenó Antonio, asustado ante la posibilidad de que alguien les descubriese ahí a esas horas y a oscuras.
Los muchachos y el perro se apostaron con rapidez tras un cercano chaparro y miraron hacia el templo conteniendo la respiración. Afortunadamente la luna seguía oculta tras las nubes y no era probable que nadie les hubiese visto. Pasados un par de minutos, se tranquilizaron.
—¿Habéis oído eso? El ruido parecía salir de dentro de la ermita —aseguró Antonio.
—A lo mejor ha sido San Antón que se ha bajado de la peana pa echarse otro cigarro —dijo Isidro, provocando la inmediata carcajada de todos.
—Eres un bacín, pero ha tenido gracia —convino Antonio —. ¿Damos un vistazo?
Todos estuvieron de acuerdo y, al momento, salieron de su escondite, aún con la sonrisa colgando de la boca. San Antón echando un cigarro; desde luego la idea tenía salero.
Se acercaron a la ermita y entonces ocurrió. Unas voces. Por lo menos de dos hombres, llegaron con claridad hasta sus oídos. Los muchachos se detuvieron en seco, paralizados por el miedo y la sorpresa. La piel del lomo de Canelo se erizó y el animal comenzó a gruñir con fiereza.
— ¡Quieto Canelo, quieto! —ordenó Arturo, agarrando al perro por el atadero que servía como pobre collar.
Así estaban cuando, para terminar de arreglar las cosas, la nube que ocultaba la luna, decidió retirarse y una espectral luz blanca iluminó, repentinamente, los campos, con inusitada potencia. Los chicos, como activados por un resorte, se tiraron al suelo, temiendo ser descubiertos. Desde su posición podían ver la puerta de la ermita a la perfección. Canelo no dejaba de gruñir mientras los cuatro rezaban para que el animal no ladrase. Una lechuza graznó desde alguna oliva cercana. Ninguno de ellos se atrevía a mover un solo músculo. Pasaron tres o cuatro largos minutos y ya iban a incorporarse cuando vieron algo que les heló la sangre. Una luz se encendió en el interior de la ermita.
—¡Ay mi madre! —exclamó Manolo, tapándose la boca al momento.
Ninguno quitaba ojo de la puerta. A través del cristal se percibía el refulgir de una vela o un candil. Un murmullo de voces llegaba hasta los muchachos con absoluta claridad. Poco después la luz se desvaneció y un fuerte golpe les hizo dar un pequeño respingo. Así permanecieron no menos de cinco minutos. Finalmente, Canelo comenzó a mover el rabo tranquilamente, señal inequívoca de que el peligro, fuese lo que fuese, ya no estaba.
—¡Yo me arranco a mi casa —dijo Manolo, poniéndose en pie y sacudiéndose vigorosamente las pajas y cadillos que se le habían quedado pegados en la ropa.
— ¡Espera un momento, cojones! —intervino Antonio, aún nervioso por lo acontecido y bastante fastidiado —. También es mala suerte haberme tumbado encima de un jodío cardo.
Todos se levantaron con el rostro todavía pálido por el susto. Isidro se palpó la bragueta un par de veces.
— ¿Qué estás mirando, a ver si se te han caído los huevos? —preguntó Antonio, divertido, mientras terminaba de quitarse los pinchos que tenía por el camisón.
—No, es que creía que me había meao del miedo—se sinceró Isidro, más blanco que el nácar.
Evidentemente todos ahogaron, como buenamente pudieron, una carcajada.
Con el mayor de los sigilos se acercaron hasta la puerta de la ermita. Agudizaron el oído, pero no lograron escuchar nada fuera de lo normal. Finalmente, y viendo que ninguno se decidía, Arturo se asomó con cuidado por los cristales de la vieja puerta metálica.
—No hay nadie —afirmó con rotundidad, tras echar un vistazo al interior del templete —.
— ¿Cómo que no hay nadie? —susurró Manolo —. La ermita no tiene otra puerta que esta.
—Pues ahí solo está el santo. O ha sido él, como dice el Isidro o son fantasmas —afirmó Arturo, sin un ápice de duda en sus palabras.
—Eso no existe, no digas borriquerías —apuntó Isidro.
—Pues nada, tú me dirás. Mira y desengáñate por ti mismo —propuso Arturo, poco dado a discusiones.
Efectivamente, la ermita, un edificio que no tendría más de cinco metros de largo por tres de ancho, estaba en completa soledad. Solamente un par de velones rojos iluminaban le interior del recinto, haciendo bailar las sombras bajo el rostro de brillante madera de San Antón que, impasible, oteaba con sus ojos de cristal, el horizonte desde tiempos inmemoriales.
—Pero… —acertó a decir Antonio —, pero vamos a ver, los cuatro hemos visto una luz ahí dentro y hemos oído a unos tíos hablar. ¡Cojones, si hasta Canelo ha gruñido!
—Que no te digo yo que no —convino Arturo —, pero que aquí no hay nadie. Bueno sí, San Antón y su gorrino.
Los cuatro muchachos quedaron un largo rato mirando por el cristal de la puerta. Lo cierto era que, verdaderamente, allí no había nadie.
—Yo me voy ya —anunció Manolo —. Aquí no hacemos nada y tienen que ser más de las doce. Si mañana no hay trilla podemos vernos en la plaza después de almorzar, ¿queréis?
Todos estuvieron de acuerdo con la propuesta. Al momento, comenzaron a bajar del cerro con la cabeza llena de ideas. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Cómo era posible aquello? Efectivamente, la ermita no tenía otra salida que aquella puerta. Y por allí no había traspuesto nadie. ¿Les habría jugado una mala pasada la imaginación?
—A lo mejor sí que existen los fantasmas —dijo Manolo, una vez que llegaron hasta la carretera.
—No hombre, eso son cuentos de viejas —replicó Antonio, sin demasiado convencimiento.
—A mi padre le escuché una vez decir que, cuando él era mocico, habían salido unos cuantos una noche a cazar a la pantasma —dijo Isidro.
— ¡La pantasma! —exclamó Antonio, divertido —. ¡Eso es otro asunto, amigo mío!
—¿Qué es la pantasma? —preguntó Arturo, que se sentía más seguro notando la presencia de Canelo a su lado.
—La pantasma era un tío que se disfrazaba con una sábana para ir a acostarse con una viuda del pueblo. Así mataba dos pájaros de un tiro; si alguien le veía no le podía reconocer y además le pegaba un susto de cojones.
—Y dale el de los cojones —dijo Manolo.
—Qué más dará, pero eso, que el tío se ve que era muy despabilado y logró mantener en secreto el asunto durante mucho tiempo.
—Y encima se hincaba a la viuda —afirmó Isidro, haciendo un elocuente gesto con la mano.
— ¿Y qué pasó con la pantasma? ¿No dice el padre de éste que salieron a cazarlo? —preguntó Arturo, francamente intrigado con el asunto.
—Pues eso ya no lo sé. Pregúntale a tu padre mañana y nos lo cuentas, Manolo —expuso Antonio.
—Si no me muero esta noche del susto que llevo, le pregunto mañana, sí —confirmó Manolo, desatando las risas del resto.
Tomaron la calle del Estrecho. Caminaban con presteza y pronto, tras darse las buenas noches, cada uno se dirigió hacia su casa. Manolo, así que llegó a la calle de Cervantes y se vio solo, echó a correr. No le hacía demasiada gracia andar a esas horas por las oscuras y vacías calles del pueblo. Solo le faltaba esa madrugada encontrarse a la pantasma aquella. O a San Antón y a su gorrino con un candil. La sola idea le hizo apretar aún más y en menos que canta un gallo estaba ya empujando con sigilo la puerta de su casa. Poco después ya se encontraba en su cama.
Ninguno de los cuatro pudo conciliar pronto el sueño. Cada uno de ellos dándole vueltas a los sucesos vividos esa noche en el cerro de San Antón. El que sí dormía a pata suelta era Canelo. Ajeno a todo, el animal pegó un pequeño bufido y se durmió a los pies del camastro de Arturo quien, antes de acostarse, se dirigió al cuarto de su madre para darle un beso.
— ¿De dónde vienes, hijo mío? —acertó a preguntar la madre, entre sueños.
—He estado con mis amigos nuevos, madre —contestó el muchacho.
—Me alegro mucho, te he dejado en la alacena un huevo cocido y te he picado un tomatillo —dijo la mujer, arrebujándose entre las sábanas y sonriendo complacida.
—Mañana me lo como de almuerzo, madre. Gracias por hacérmelo, es usted muy buena —dijo Arturo, dándole, con sumo cariño, otro beso en la frente — ¡Parece que no tiene usted ya calentura!
—Hoy he estado bien, hijo mío. Verás que pronto, me pongo buena del todo —repuso la mujer, pidiéndole a su Virgen del Salido, que le diese salud para ver crecer a ese hombrecillo que había traído al mundo.
Unos minutos más tarde, todo el pueblo de Carrizosa dormía en paz. Mañana no habría trilla puesto que, como decía Antonio, el grano tenía que secarse. Pero seguramente algo bueno depararía la jornada.