CAPÍTULO IX: TODOS AL AGUA.
Amaneció el día con un cielo azul completamente despejado. El sol brillaba con fuerza lo que dejaba ver a las claras que, la jornada, iba a ser calurosa. Manolo llevaba despierto desde hacía un buen rato. Como era costumbre en él, se mantenía con los ojos cerrados escuchando el piar de los vencejos solamente enturbiado por algún ladrido y el agudo saludar de las vecinas de la calle de los Mártires. De pronto recordó lo acontecido la noche anterior y, de un salto, se levantó. Mal hizo la cama y se presentó en la cocinilla. Se sorprendió de encontrar allí a su padre. Un estupendo olor a torreznos inundaba el lugar.
—Buenos días, padre —dijo con seriedad, mientras se sentaba a la mesa.
—Buenos días, Manolete —contestó el hombre. De pocas palabras y con la piel curtida por el sol, aquel carrizoseño era el perfecto ejemplo del varón manchego. Duro como la piedra, silencioso y taciturno. Poco dado a la conversación e inmerso en sus pensamientos. Fueran estos los que fueran.
—Padre, anoche hablé con mis amigos de la pantasma —se atrevió Manolo a comentar.
El hombre levantó la vista y una sonrisa llenó de arrugas aquel rostro marcado por el tiempo y el trabajo.
— ¿Y qué tenéis vosotros que hablar de eso? —preguntó con interés.
—No, nada padre. Les conté lo que usted me dijo una vez; que habían salido a cazar a la pantasma —explicó el muchacho, no sin cierto temor.
—Sí, de eso hace ya unos años, sí —aseguró —. ¿Es que hay otra pantasma en el pueblo? —inquirió mientras cortaba una rodaja de pepino con su navaja.
—No, que yo sepa —expuso Manolo —. Padre, ¿y qué fue lo que pasó? ¿La cazaron ustedes?
—Hombre claro. Ahí se iba a quedar… —manifestó Manuel, que así se llamaba el padre del chico —. Dos noches estuvimos esperando, a la segunda apareció. Éramos casi todos los de mi quinta. Unos treinta y tanto tíos, no como ahora, que no llegáis a veinte. En fin, como te digo, seríamos lo menos treinta tíos. Nos repartimos las calles del pueblo de dos en dos y cada pareja con una escopeta o una buena navaja como esta —dijo, levantando la suya.
En ese momento entró la madre, acarreando un plato con unas cuantas tajadas de tocino y un par de relucientes tomates.
—Venga, que esto ya está —sentenció la mujer —. Hale, almorzad bien los dos. Yo me voy a la tienda de la hermana Teófila, que tengo que comprar algunas cosas.
Y diciendo esto se marchó por la puerta dejando a los hombres de la casa en la cocinilla.
—Padre, acabe usted de contarme lo de la pantasma —pidió Manolo, deseoso de conocer el desenlace de aquella historia.
—Ah, eso. Pues nada, que sí serían ya las tres de la mañana, cuando traspuso la pantasma por la calle del Aire —contó Manuel, mientras cogía una tajada de tocino y comenzaba a cortarla con su navaja —. Al llegar a la altura del Toledillo, salieron Joserra, el bizco y Tomás, el de Tres Patas. ¡Y eso no se lo esperaba la pantasma! Así que los vio, por lo visto sacó una cadena para asustarlos, pero claro, se ve que no sabía con quién se jugaba los cuartos. El bizco, que llevaba en el buche medio litro ya de anís, sacó el escopeto y sin esperar explicaciones, se echó el arma a la cara y pegó un tiro que dio a medio metro de los pies de la pantasma.
— ¡Madre mía, ese era de aviso! ¿Eh, padre? —chilló Manolo, emocionado.
—Qué aviso ni que niño muerto. No le dio por bisojo y por la chispa que llevaba —corrigió el padre, divertido —. El bizco tiraba a dar. Total, que el Tomás le quitó la escopeta y apuntó directamente a la cabeza de la pantasma. O te quitas la sábana ahora mismo o te pego un tiro que te mando los sesos a la Cruz del Altillo, le dijo. Y claro, la cosa estaba seria. Así que la pantasma se arrancó la sábana sin dudarlo un momento.
— ¿Y quién era, padre? —preguntó el chico, totalmente consumido por la intriga.
—Pues era un tío de Villahermosa —explicó Manuel —Un muchacho que no llegaría a los treinta años. A la cuenta se meó encima del miedo. Según les contó, llevaba varios meses viéndose con una viuda de aquí pero no quería que se enterase nadie y decidió vestirse de pantasma. Un mamarracho, vamos.
Manolo quedó encantado con aquella historia. Su padre le terminó de contar que, el villahermoseño no volvió por el pueblo nunca más. Y si lo hizo no se enteró nadie y, desde luego, no repitió lo de vestirse de pantasma.
La vida, y su frágil equilibrio. Aquella noche, un hombre había salvado la vida solo porque el escopetero había bebido demasiado anís. De haberlo encontrado dos horas antes, seguramente la historia de la pantasma formaría parte de esa colección de pequeñas tragedias que preñan el folclore de todos los pueblos. Esa vez, no estuvo de Dios que ocurriese la degracia.
A las diez de la mañana, ya estaban lo cuatro amigos y Canelo en la Plaza del Generalísimo. El calor apretaba y, siendo que no había trilla, decidieron ir a darse un chapuzón al Baño de las Mulas. Mientras caminaban por la calle de Villahermosa, Manolo les iba contando la historia de la pantasma.
—En los pueblos es que no nos las pensamos —afirmó Antonio —. Tú me contarás. Mira que, si por echar un casquete con una viuda, te vuela los jodidos sesos un bizco…
Iban comentando los pormenores del asunto, disertando sobre lo que cada uno de ellos habría hecho en lugar del bizco o de la pantasma cuando pasaron por la puerta del cementerio. Casi al unísono, los chicos se santiguaron.
—Oye, ¿y de lo de San Antón? —observó Isidro —¿Lo vamos a dejar así?
— ¿Y qué podemos hacer? —contestó Antonio —Tampoco vamos a estar de guardia cada noche como si fuésemos los Civiles.
—Hombre, cada noche no, pero digo yo que si echamos un ojo hoy o mañana —propuso Isidro.
—Mañana hay trilla —intervino Arturo, que iba jugando con Canelo.
—Esa es otra —afirmó Antonio —Que mañana trabajamos los cuatro.
—Bueno, pues mañana noche, que dormiremos allí, sí que podemos acercarnos —dijo Manolo, que seguía con ganas de aventura.
—Que no, cojones —insistió Antonio —Dejadme a mí de historias.
—Pues qué pena, tendré que decirle que no hay aventura ninguna —dijo Isidro, haciéndose el interesante.
— ¿Decirle a quién? ¿Es que vas contando nuestras cosas por ahí, bacín? —inquirió Antonio, algo molesto.
—No, joder —aclaró Isidro —. Es que esta mañana le he dicho a mi prima Martina lo que nos pasó en San Antón y me había preguntado que si podía venirse con nosotros una noche a investigar. Pero siendo que ya no vamos a ir…
Antonio tragó saliva, nervioso. Aquello no se lo esperaba.
—Hombre Isidro, si la Martina quiere venir —comenzó a decir Antonio. Pero no pudo seguir, los otros tres prorrumpieron en carcajadas.
— ¿Pero no acababas de decir que a ti de dejásemos de historias? —preguntó Arturo, entre risas.
—Venga, no seáis así, que me estáis siempre tocando la faltriquera con la Martina, cabrones —exclamó Antonio —Si la Martina quiere venirse a investigar mañana, por mí no hay problema. Se va y punto.
—Pues no se hable más, mañana después de la trilla, vamos los cinco a echar un vistazo —concluyó Isidro.
—Seis, que el Canelo también cuenta —protestó Arturo.
—Claro que sí —afirmó Manolo —. Canelo es uno más de nosotros.
A todo esto, habían llegado hasta el conocido como Baño de las Mulas, una suerte de quite en el río Cañamares con una profundidad de algo más de metro ochenta. En ese momento no había nadie en el lugar. El sitio era encantador. El río formaba como una pequeña piscina natural rodeada por juncos. Un agua fría y cristalina dejaba ver el fondo con claridad.
—Venga, ¡al agua todos! —gritó Antonio, que se sentía eufórico por las novedades de Martina.
Y sin esperar más, los muchachos se deshicieron de la ropa, quedándose con un pequeño calzón. Todos, excepto Arturo, que se sentó en la orilla del río.
— ¿Es que no te vas a meter? —preguntó Manolo, extrañado, mientras se desembarazaba de su camisón.
—No, es que… No tengo ganas —contestó Arturo.
En ese momento, Antonio e Isidro ya saltaban al agua. Los chicos gritaron al contacto con el líquido elemento.
— ¡Venga, venid ya que está cojonuda! —invitó Antonio, chapoteando con brío.
— ¡Yo me quedo con Arturo, que no se va a meter! —gritó Manolo, tomando asiento junto a su amigo.
—No hombre, tú báñate, no seas tonto —protestó Arturo, poco acostumbrado a gestos de cariño como ese.
Pero Manolo sonrió, palmeando la espalda de Isidro y allí se quedó.
Isidro, con la agilidad de un gato, salió del agua dirigiéndose hacia los otros dos.
— ¿Qué te pasa, Arturo? —preguntó con curiosidad.
—Nada, que no tengo ganas de darme un chapuzón —respondió este, sin demasiado convencimiento.
—No, yo sé lo que te pasa —dijo Isidro, para sorpresa de Manolo.
—Que no tienes calzones debajo —concluyó el chico.
Arturo bajó la cabeza.
— ¿Es eso? —preguntó Manolo, con un poso de tristeza en su corazón —. ¿Es por eso, Arturo?
El chico alzó la cabeza y asintió.
—Yo tengo la solución —anunció Isidro, con una amplia sonrisa.
—No le irás a dejar los tuyos —dijo Manolo, escandalizado.
—No, hombre. Haremos algo mejor —contestó Isidro. Y sin más preámbulo, el muchacho se bajó los calzones quedándose completamente en pelotas.
Al instante, Manolo y Arturo estallaron en risas. Antonio, desde el agua, vio la escena con extrañeza.
— ¿Pero de qué andáis? ¿Y ese que hace en cueros? ¿Pero es que sois maricones o qué? —gritó, sin comprender lo que ocurría.
Manolo se puso en pie y, en un momento, dejó caer también su calzón quedado igualmente como su santa madre le trajo a este mundo. Las risas arreciaban y, finamente, Arturo, se deshizo de su camisón y sus pantalones quedando lo tres como Adán en el Paraíso. Antonio desde el agua, no daba crédito a aquel cuadro. Atónito, vio como los chiquillos se dirigían a la carrera hacia él. De un salto, volaron sobre su cabeza, cayendo en mitad del río entre risas y ladridos de Canelo.
— ¿Me vais a explicar esto? —dijo Antonio, que no sabía ni qué pensar.
—Nada hombre, que Arturo no tiene calzones y para que no se sienta mal…
— ¡Ah, cojones! Pues haberlo dicho hombre —exclamó Antonio, al tiempo que se zambullía. Un segundo más tarde emergía del agua con los suyo en la mano.
— ¡O todos moros o todos cristianos! —sentenció entre risas y aplausos de sus amigos.
Y diciendo eso lanzó con fuerza sus calzones hacia la orilla. Canelo, que entendió que aquello era parte del juego, agarró los calzones de Antonio y salió a la carrera.
— ¡Oye, tú! ¡Será cabrón! —gritó el chico —. ¡Que se lleva mis calzones el Canelo! ¡Vuelve aquí, desgraciado!
Las risas se debían oír hasta en Villahermosa.
—Sí, muchas risas pero el jodido bicho se ha ido con mis calzones —protestó Antonio, viendo al perro a casi doscientos metros, en el viejo carreterín.
—Nada hombre, ahora los traerá —dijo Arturo, divertido.
—Entre que le he pegado una patada a una piedra nada más meterme y que ahora el perro me ha robado los calzones, está claro que no es mi día —explicó Antonio, medio en serio, medio en broma —. Ya no me pueden pasar más cosas hoy.
Pero sí podía, desde luego que sí. No habría transcurrido un minuto cuando, hasta ellos llegó el sonido de unas voces. Alguien se acercaba por el otro lado del río.
—No me jodas, ¡que viene alguien! —anunció Antonio, alarmado.
Y en ese momento, ante los atónitos bañistas, apareció un pequeño grupo de cuatro jovencitas, encabezado por Martina.
— ¡Hola chicos, buenos días! —saludó Martina, contenta.
—¡Hola prima! —contestó Isidro.
— ¿Está buena el agua? —preguntó Gema, la mejor amiga de Martina, una muchacha morena de ojos grandes y piernas largas.
— Sí, está estupenda —afirmó Manolo, encantado de ver a las muchacha.
—Nosotras vamos al Baño de las Filias —anunció Martina —, ¿os queréis venir con nosotras? Venga, salid que os esperamos.
Los muchachos se miraron entre sí y comenzaron a reírse a mandíbula batiente.
— ¿He dicho algo gracioso? —preguntó Martina, extrañada por aquella reacción.
—No, nada, cosas nuestras —dijo Isidro, tratando de reconducir la situación.
Martina sonrió y se sentó sobre una piedra.
—Pues venga, salid y vamos todos juntos —anunció la muchacha —. Gema, Sofía, Alejandra, sentaos que los muchachos se vienen con nosotras.
—Yo me mato —susurró Antonio —. Os lo juro, es que me quiero morir ahora mismo. Esto es lo peor que podía pasarme.
—No creo… —respondió Arturo, echándose las manos a la cabeza y señalando hacia la orilla opuesta.
Allí, triunfante, se encontraba el Canelo con los calzones de Antonio completamente llenos de cadillos y pajitos. Antonio no sabía si reír o llorar.
—Antonio, me dijo mi primo que querías hablar conmigo —intervino Martina —. ¿Qué me querías decir? Salte del agua y me vas contando mientras vamos andando, venga.
Antonio, verdaderamente, sentía que se quería morir. O mejor, ahorcar al Canelo. O mejor, al Canelo y a su amo. La situación era tremenda. El chico, miró a Martina y trató de sonreír.
—Sí, Martina, ahora mismo salgo —acertó a decir, mientras miraba a los otros en busca de alguna solución.
—Pues venga, no te estés, sal ya —dijo Martina, poniéndose en pie —. Vamos, dame la mano, que te ayudo a salir.
La muchacha se acercó hasta la orilla misma del río, extendiendo su mano en dirección a Antonio.