UN CAMINO EN MITAD DE LA NOCHE.
Siete grados centígrados. A las ocho de la tarde la temperatura comenzaba a disminuir vertiginosamente a las afueras de Betania. Pulsé el botón de mi intercomunicador.
— Tom, la temperatura ha caído cuatro grados en dos horas —informé—. Solicito predicción para esta madrugada.
—Llegaremos a los cero grados, Daniel —contestó con voz serena Tom Williams, mi compañero, y segundo piloto de aquella misión, desde la Cuna —.
Tanto Williams como yo, pertenecíamos, desde hacía casi dos años, a la Operación Estrella de Oriente, continuación de la controvertida Operación Caballo de Troya.
Los dos habíamos sido pilotos comerciales en diversas compañías aéreas. Juntos hemos superado los veinte meses de adiestramiento y entrenamiento necesarios para la misión. Los responsables de TECDEA al mando de Estrella de Oriente tomaron la decisión de que yo hiciese el trabajo de campo a tenor de la necesidad de que, la persona que estableciese contacto con las gentes de aquel lejano siglo I, tuviese conocimientos médicos avanzados. Y a fe que los tengo; me titulé en Medicina y Cirugía por la Universidad Complutense de Madrid.
— Va a ser una noche larga —susurré para mí, mientras trataba de calentarme las manos frotándolas con energía.
Llevaba apenas unas horas viviendo en aquel remoto punto de la tierra. Muy lejos de mi familia; exactamente a nueve mil ciento ochenta y cuatro kilómetros. Y lo más espeluznante, a dos mil veintidós años de distancia. Lejos de todos. De todo.
No pude evitar pensar en los miles de millones de euros que se habían invertido en este proyecto. El mismo Ministerio de Industria había destinado una partida extra para que todo saliese según lo previsto. Esta vez no se consentirían fallos ni debilidades en la inmensa maquinaria que suponía la base de Estrella de Oriente.
La tecnología que nos permite dar el salto en el tiempo no había dejado de perfeccionarse desde aquellos, ya primitivos swivels que usaran los militares norteamericanos en Caballo de Troya. Cientos de los mejores ingenieros de todo el planeta habían puesto lo mejor de sí mismos para construir la Cuna, el apodo con el que, cariñosamente, nombrábamos a la pequeña y ligera nave que nos permitía burlar la imperturbable línea del tiempo.
— Y, sin embargo, para el frío, una simple manta de lana — me dije, sonriendo estúpidamente en mitad de la nada. Una luna de plata se erguía en el horizonte, incapaz de paliar el terrible frío que asolaba aquel lúgubre y gélido camino de Judea en que me encontraba. La túnica de grueso lino y el manto de lana sobre mis hombros era todo cuanto tenía para combatir esos siete grados de temperatura. Y la cosa iría a peor. Casi sin quererlo comencé a preguntarme en cómo iban a pasar los pastores de la zona la noche al raso; sencillamente era algo inconcebible. La imagen clásica y mediterránea del belén y sus pastorcillos, que tantas veces había visto en los célebres «belenes» de mis amigos, se deshacía de inmediato en mi cabeza.
Pronto otra pregunta me sacó de mi ensimismamiento. ¿Dónde localizar el famoso «portal de Belén»? Según nuestros expertos, debió ser algo más parecido a una cueva que a un portal. Los sistemas de cartografía digital mediante ALS que portaba la Cuna habían detectado al menos ocho posibles cavernas en un radio de diez kilómetros. Como contestando al devenir de mis pensamientos, sonó clara y fuerte la voz de Williams en los auriculares miniaturizados que llevaba insertos en mis oídos.
— Daniel, acabo de activar el módulo de termografía — escuché, algo sobresaltado, pues no esperaba aquella repentina comunicación desde la Cuna.
— Gracias, amigo — contesté.
Si alguien o algo con una temperatura basal superior a 36 grados se acercase a cualquiera de los ocho puntos marcados por la Cuna, lo sabríamos al instante. Pero, ¿y si no ocurría nada?
Titilaban a unos cientos de metros de mi posición las escasas luces de la aldea de Betania. Y exactamente a 2406 metros de ese punto, tal y como indicaba el extraordinario sistema de posicionamiento de la Cuna, se levantaba, imponente, la muralla de la Ciudad Santa de Jerusalén.
Aquella no era una noche cualquiera. Todo el dinero, las horas y el esfuerzo invertido tenían como objetivo, precisamente, esta madrugada. En mitad del mes de Tevet, finales de diciembre en nuestra era, en una olvidada y pequeña aldea de Oriente Medio, Belén de Judá, si nuestros cálculos no fallaban, una mujer alumbraría a un pequeño que estaba llamado a cambiar la Historia de la Humanidad en el mundo occidental.
Y mi única misión era observar y registrar cada detalle. Dos cámaras de 360º y una definición de 8K lo harían posible. Sin intervenir, casi sin ser visto. Ninguno de mis actos podía alterar un solo hecho.
Si de verdad era cierto, si no era un mito, como aseveraban investigadores como Michel Onfray, en unas horas estaría frente al recién nacido Yeshua ben Yosef.
Conocido en todo el mundo como Jesús de Nazaret.
Y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
No era de frío.
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Este capítulo forma parte de una breve mini-novela que, a modo de homenaje, he escrito como continuación y humilde reconocimiento a la obra escrita por J.J.Benítez, «Caballo de Troya».