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DEL CINE AL HOSPITAL

Blog de un estudiante de Medicina. Un cineasta entre batas blancas.

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Tengo una mala genética… La excusa para no hacer ejercicio.

25 diciembre, 2019 escrito por Óscar Parra Deja un comentario

¿Cuántas veces lo has escuchado? Es estupendo porque así podemos culpar a los antepasados de nuestros problemas (salvo casos reales de enfermedades genéticas heredadas, que son más bien pocas) y librarnos de hacer ejercicio.

Pero la realidad es que no es verdad. Como veis en el gráfico que os aporto aquí, la genética es un 30% responsable de nuestra salud pero nuestro estilo de vida lo es del 40%. Y tiene pinta de ser verdad.

Mi abuelo Modesto y sus 103 años.

Mi abuelo Modesto tiene 103 años, sí, sí, ¡103 años!, que yo digo que eso ya son edades de vampiro. Y ahí sigue el tío. Nació en enero de 1917, vamos, que cuando Modesto nació el Titanic se había hundido hacía 5 años… La cuestión es que, al médico no fue demasiado, su genética no era mala pues su padre falleció mayor también pero… Su estilo de vida y el ambiente físico en que ha vivido la mayor parte de su vida suman un 45% de la responsabilidad sobre su salud. Y eso, de verdad, es lo que hace la diferencia.

Ojo, que el tío fumó tabaco de liar hasta los setenta y tantos, ahí es cierto que intervino su genética para librarle del golpe pero el otro 45%… Ese 45% se lo debe a que siempre ha sido un hombre muy activo. Andador impenitente, se ha pasado la vida triscando por los montes de su Mancha querida. Comiendo productos poco procesados, sí, también, pero sobre todo, lo primero, manteniéndose activo la mayor parte de ese siglo y pico que atesora.

"Tengo mala genética", una excusa estupenda.
«Tengo mala genética», una excusa estupenda.

Una anécdota de Modesto.

Os voy a contar una anécdota de su alimentación… Unas Navidades le regalaron una sandwichera. Al bueno de Modesto le explicamos los rudimentos del cacharro aquel y ahí quedó, tan contento. Bien, ese verano acudí al pueblo de Carrizosa con mi amigo Alberto Grande para hacer una excursión a las célebres Lagunas de Ruidera. A la hora de cenar, ya en el pueblo, acudimos a visitar a mis abuelos, Modesto y Sofía (q.e.p.d.) y el hombre nos recibió contento.

– ¿Qué tal pájaros? ¿Habéis cenao?

– No, abuelo, ahora tomaremos algo.

– No hombreee, ¿queréis que os haga un sanvi?

En ese momento entendí que sanvi era sandwich traducido fonéticamente y asentí. No os niego cierta sorpresa por mi parte. ¡Modesto haciendo sándwiches! Así pues le vimos desaparecer escaleras arriba mientras la abuela me interrogaba sobre novias y amores, que era uno de sus temas favoritos. Pocos minutos después bajaba el abuelo con un plato en el que descansaban dos magníficos sándwiches con su pan de molde tostado y demás. Alberto y yo agradecimos el detalle y agarrando aquel manjar nos fuimos al balcón de la casa de los abuelos para, bajo el hermoso firmamento estrellado de La Mancha, charlar sobre lo humano y lo divino.

Al primer bocado… El horror… Aún lo recuerdo casi con escalofríos. El mordisco fue simultáneo de modo que, los dos nos miramos con los ojos desorbitados y, como activados por un resorte, abrimos aquel emparedado del demonio. En su interior, descansaba una formidable rodaja de pescadilla medio rebozada y frita. Con sus espinas y todo. Casi muero. Las risas y las arcadas se debieron escuchar en Villanueva de los Infantes, a 11 kilómetros. No, mi abuelo Modesto no habría hecho dinero montando una franquicia de sándwiches… ¡Una rodaja de pescadilla frita!

¿Y qué gano haciendo algo de ejercicio?

Las ganancias las veremos, pero no hacer ejercicio lo que da son pérdidas: se pierde vida.

La inactividad física mata en Europa a 600.000 personas cada año. - Compártelo       
 El 41% de los adultos son inactivos. ¿Y sabes qué ganas haciendo un poco de ejercicio? Mantienes alejadas enfermedades cardiovasculares (primer culpable de muerte en el mundo), te alejas de la diabetes tipo 2, de la osteoporosis, del dolor provocado por la artritis reumatoide, de la ansiedad,  y de algunos tipos de cáncer como el de colon, endometrio y mama. Ah, y de la disfunción eréctil. Vamos, que ganas calidad de vida.

¿Y cuánto ejercicio tengo que hacer?

Pues aquí va la solución.

  • Si tienes entre 5 y 17 años, al menos 60 minutos al día. Además 3 días en semana deberías hacer actividades vigorosas.
  • A partir de ahí, al menos 150 minutos de actividad moderada a la semana. O si lo prefieres hora y cuarto de actividad vigorosa a la semana. O sea, haz pesas o algo parecido 2 días en semana. También es importante levantarte cada dos horas del sitio y darte un breve paseo. Fomenta el transporte activo, que no es otra cosa que olvidarte un poco del coche y el autobús y caminar algo.

Como veis no es algo exagerado. Ciento cincuenta minutos a la semana no es para morirse, si queremos evitar el fin de semana, nos sale a 30 minutos al día. Hay tanta evidencia científica de ello que muchos estudios afirman que, el médico, debería prescribir ejercicio igual que te prescribe Paracetamol (Nunan D. BMJ 2016) /  (Patricia P. Katz, Russell Pate. Annals of Internal Medicine 2016).

Recetas de ejercicio.

Os dejo aquí algunas. Y os animo a que las probéis.

  • RECETA PARA FLEXIBILIDAD:  Con esto consigues mejorar la capacidad de hacer actividades de la vida diaria, previenes lesiones y, naturalmente, obtienes un mayor rango de movimiento en tus articulaciones.
    • Frecuencia: 2 o 3 días en semana.
    • Intensidad: estirar hasta que notes tirantez o una leve molestia. ¡LEVE!
    • Duración: 10-30 segundos. 4 veces.

      Distintos ejercicios de estiramiento.
      Distintos ejercicios de estiramiento.
  • RECETA PARA RESISTENCIA: Con esto logras aumentar tu fuerza, se mejora la tensión arterial, mejora el metabolismo de la glucosa, tendrás mejor equilibrio y psicológicamente te encontrarás mejor también.
    • Frecuencia: 2 a 3 veces por semana.
    • Intensidad: depende un poco de tu estado. O sea, que te cueste, que no sea demasiado fácil. Prueba a levantar un peso que solo puedas repetir una vez y ese es tu tope. Quítale algo de peso y comienza.
    • Duración: de 8 a 15 repeticiones. Y entre 2 y 4 series. Debes descansar entre 2 y 3 minutos por serie y dejar 48  horas de descanso antes de entrenar de nuevo.
A éste no le está yendo muy bien...
A éste no le está yendo muy bien…

 

  • RECETA PARA EJERCICIO AERÓBICO:
    • Aquí depende de cómo lo hagas. Si haces un esfuerzo máximo mejorarás tu velocidad y se tonifica el sistema neurovascular. Vamos, eso es si corres a tope (entre el 90% y el 100% de tu capacidad). O sea, corriendo como si te persiguiera el demonio.
    • Si lo haces intenso (de 80% a 90% de tu capacidad), se incrementa tu resistencia anaeróbica. O sea, corriendo.
    • Si lo haces moderado (70%-80% de tu capacidad), mejora la resistencia aeróbica. Te costará menos subir escaleras y cuestas. O sea, no es correr pero casi.
    • Si lo haces suave (mi favorito, entre el 60%-70% de tu capacidad), mejoras la resistencia básica y quemas grasas. O sea, andar con alegría, que tampoco puedas mantener demasiado bien una conversación.

Tal vez lo veáis mejor en esta tablita de resumen.

Tabla de esfuerzo y beneficio.
Tabla de esfuerzo y beneficio.

¿Pero cómo saber cuál es mi tope para entrenar?

Te preguntarás cómo saber cuál es tu intensidad máxima. Es una sencilla operación matemática. Aquí va.

Tu Frecuencia Cardíaca Máxima debe ser el resultado de restar 200 menos tu edad. Por ejemplo. Si tienes 36 años, tu frecuencia cardíaca máxima sería:

FCmax = 220-36; o sea, 184 ppm.

Ahora vamos a calcular la Frecuencia Cardíaca de Reposo. Es sencillo, te tomas las pulsaciones durante 30 segundos, estando de pie y sin moverte y multiplicas por 2. Por ejemplo, te mides 30 segundos en reposo y tienes 37, pues… FCReposo = 37 x 2 = 74 ppm.

Ahora calcularemos la Frecuencia Cardíaca de Reserva, que es la que nos interesa: FCReserva = FCMáxima – FCReposo, en nuestro ejemplo: FCReserva = 184-74, lo que nos daría FCReserva = 110.

Y ahora ya podemos hacer el cálculo que nos interesa.

¿Queremos entrenar al 70% de nuestra capacidad? Pues multiplicamos FCReserva por 0,7. O sea, en el ejemplo, 110 x 0,70 = 77 ppm y ahora le sumamos la FCReposo, o sea: 77 ppm + 74 ppm = 151 ppm. ¡Esas son las pulsaciones por minutos que deberíamos tener mientras entrenamos para llegar a ese 70% de esfuerzo!

Sé que suena complicado, pero sigue paso a paso y verás que es facilísimo.

Hay ya muchos relojes inteligente y otros cacharros que te dicen en todo momento cuál es la frecuencia de tu corazón. Así puedes ver si estás en las pulsaciones adecuadas, si no llegas o si te estás pasando.

Finalmente, si eres hipertenso…

Tengo buenas noticias. El ejercicio aeróbico continuado disminuye 7 mmHg la presión arterial sistólica, lo que reduce tu riesgo de mortalidad en casi un 8%. Pero con cuidado, no debes hacer entrenamientos intensos o de fuerza muy pesados. Si tu hipertensión es mayor de 180/105, NO hagas ejercicio en ese momento.

El ejercicio regular mejora la hipertensión arterial.
El ejercicio regular mejora la hipertensión arterial.

Con 4 días a la semana, moderadamente y a 45 minutos por sesión, tu tensión arterial bajará. Garantizado.

En fin, espero que esto nos haga pensar. Hacer ejercicio exige un esfuerzo, es obvio. Y es molesto, al menos para muchas personas. Aunque, tal vez, sea más molesto estar muerto. 😉

Sección: ADELGAZAR, Divulgación médica, Mi Diario, Tercero de Medicina Aquí se habla de: Alberto Grande, Alberto Grande Trullenque, blog estudiante medicina, Carrizosa, ejercicio, estudiante de medicina, familia, hipertensión, HTA, Lagunas de Ruidera, Modesto, Navidad

No, ya no tengo 18 años… Pero los tuve.

7 agosto, 2017 escrito por Óscar Parra Deja un comentario

En vistas de mi próxima reincorporación al mundo estudiantil, me animan algunos amigos a dejar de estudiar este verano y a vivir un «verano de estudiante», un verano loco.
Pero claro, es que ya no tengo 18 años; de hecho cuando los tuve no los usé para tener veranos locos. O tal vez sí, os voy a contar el verano de mis dieciocho años.

Veinticinco años atrás.

Recuerdo con nitidez aquel lejano año de 1992. A estas alturas del mes de agosto andaba por el pueblo, soportando los rigores de la canícula manchega. Visto con la perspectiva que otorga este cuarto de siglo, parece que antes no hacía el calor de ahora y sí, hacía un calor de espanto. 
Pasaba los días obviando la temida Selectividad de Septiembre, carteándome con la que, por entonces, era mi novia, yendo a la piscina con mi tía Lourdes y saliendo por las noches, único momento de tregua térmica de la jornada, a tomar un refresco al bar de Taparrajas, en Carrizosa.

Lourdes Pérez y Óscar Parra
Mi querida tía Lourdes y yo, en la piscina de Carrizosa.

Sorpresas amorosas.

Justamente por estos días tomé la decisión de irme de viaje por mi cuenta y riesgo. ¡Después de todo ya tenía 18 años! Iría a visitar a mi novia a su sitio de veraneo; un pintoresco pueblo de Castellón. Viver de las Aguas, por más señas.

Le conté mi plan a un amigo, Antonio y le pareció genial. Tanto que me copió la idea y decidió darle una sorpresa a su prometida que también andaba pasando sus vacaciones en otro pueblo. Dado que la idea había sido mía, me vi en la obligación de acompañarle, a pesar de que no era yo muy amigo de las motos.

Las motos y yo.

Enardecido, en la tarde del 9 de Agosto de 1992, el bueno de Antonio agarró el ciclomotor de su hermano y allá fuimos los dos a dar la sorpresa romántica a su amor. Dicen que la ilusión da ruedas al corazón. Pero las de aquella Vespa, no debían ser muy fiables.
Iríamos por la mitad del camino cuando, sin comerlo ni beberlo, nos regalamos una soberana hostia en aquella ardiente Nacional 430. ¿El resultado? Mis primeros pantalones (y últimos) de la marca Liberto, destrozados y su camisa hecha jirones.

La épica del guerrero.

Echando un vistazo al panorama decidimos continuar la aventura. ¡Iba a ser épico ver la cara de la novia cuando nos viera llegar, heridos, ensangretados y maltrechos! ¡Casi como héroes de guerra! ¡Lo que digo, iba a ser de cine!
Y efectivamente: así fue…
La muchacha recibió a mi amigo con más frialdad que el abrazo de una suegra. Aún viendo que estábamos desollados, le espetó un impío: ¿Y tú que haces aquí…?
Me quedé de piedra. ¿Podía haber salido peor? Podía. A los diez minutos la chica decidió poner fin a la relación. JUSTO EN AQUEL MOMENTO.
La vuelta en moto la recuerdo como una carrera al infierno. Un tipo desolado, llorando y a toda pastilla por aquella carretera que ya habíamos catado a la ida. Yo iba de paquete, con el casco puesto y cantando, a voz en grito, el éxito de aquel verano: Historias de amor, de OBK. No se me ocurría nada más inapropiado para la situación.
Parecía que, el tema sorpresas, entrañaba algo de peligro…

De camarero a mochilero.

Pero yo, que no me amilano ante nada me puse a lo mío. Busqué un trabajo y lo encontré: camarero en las fiestas de Carrizosa. Necesitaba dinero para viajar, una tienda de campaña (la opción de hotel me parecía inalcanzable, además de que en Viver no había, dato a tener en cuenta) y algo de comida.

Pues sí, así era en aquel verano de 1992.
Pues sí, así era en aquel verano de 1992.

El bar de María, en la plaza del pueblo, fue mi debut laboral. Allí, entre gentes contentas, algún tipo extraño (recuerdo al parroquiano que traía de casa su propio vaso, uno enorme con la efigie de Franco) y las visitas de algunas mocitas que, atraídas por mi hipotético parecido con el cantante Alejandro Sanz, se dejaban la paga en Cacaolats y Fantas, a cambio de una palabra amable y una sonrisa, transcurrieron los días de fiesta.

Cuarenta mil pesetas por cuatro noches de trabajo. En aquellos momentos me parecía un sueldo de ministro. Fui camarero de barra, que el asunto de la bandeja ya era para profesionales.

El viaje a ninguna parte.

Viajar hasta aquel rincón perdido de la geografía española no fue ningún regalo. Tardé 24 horas en recorrer una distancia que, en coche, a día de hoy, habría hecho en menos de 3 horas y media. Pero hablamos de 1992. Sin carné, sin coche y viajando en autobuses. Mis padres me acercaron hasta la estación de Villanueva de los Infantes y allí, a las diez de la mañana de un 18 de agosto, comenzaba mi viaje a ninguna parte.

Unos vecinos poco ruidosos.

Al llegar, más cansado que la maraca de un brujo, busqué un sitio en el que plantar mi tienda y lo encontré. A las afueras del pueblo, bajo un árbol y pegadito a la pared de un corral para quitarme vientos. Todo perfecto. Salvo que la pared era la del cementerio municipal. Reconozco que no me percaté hasta que terminé de montar todo el invento. Claro, a las doce del mediodía, en agosto y con un sol estupendo, ¿quién dijo miedo? Además, ¡ya tenía 18 años! Eso de los temores a los muertos quedaba en el pasado.

La primera noche, y tras ver a mi novia, que no sabía nada del asunto y se llevó una sorpresa mayúscula (yo no podía dejar de pensar en la sorpresa de mi amigo Antonio), todo fue bien. Llegué a mi tienda, me desvestí, me introduje en el saco de dormir y… Prácticamente me desmayé de agotamiento.

El segundo día… Ay, el segundo día.

Pero el segundo día la cosa se comenzó a torcer.
A última hora de la tarde andaba un servidor aseándose en la fuente del cementerio, con la cabeza llena de champú, sin camiseta y llevando un pequeño traje de baño como toda indumentaria.
Estaba leyendo un viejo cartel que había sobre el grifo y que decía así:
«Soy la muerte, tu me ves, pues a esto has de parar. Ponte a recapacitar, dos veces al día o tres, teme al Mesías pues, esto es cierto, que hay un Justo Tribunal, y una Justicia segura, y una triste sepultura, que a todos nos hace igual».
La lectura, no me cabe duda, no era la más indicada para un día de fiesta y, menos aún, para un tipo de dieciocho años cuya cama estaba a escasos metros de allí. ¿Quién piensa en la muerte con esa edad? Yo.

Cartel romántico en el cementerio de Viver

La luz del crepúsculo me recordaba que, en unas horas, la noche sería la dueña y señora de aquel paraje y, para qué negarlo, se me encogió un poco el ánimo. Tal vez se encogiera algo más que el ánimo…
Andaba, como cuento, inmerso en aquellos lúgubres pensamientos, medio desnudo y con la cabeza enjabonada cuando, de repente, hizo su aparición una figura vestida de negro y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Ambos pegamos un grito y un salto. La pobre señora iba a echarle un padrenuestro al marido y se topó con un tipo de aquella guisa. 
Pedí disculpas y procuré abreviar el aseo. 
Asearse en un cementerio. ¿Cuántos hombres lo habremos hecho? Frankenstein, Drácula y yo. Pocos más.

Todo eran risas hasta que…

La velada, en plenas fiestas de Viver, transcurrió entre risas, amor adolescente y mofas a costa del susto anterior. Todo muy divertido y de mucho jiji y jajá hasta que llegó el momento de volver a mi campamento…
¡Ay amigo, que la cosa había cambiado respecto a la noche anterior!
En primer lugar yo ya no tenía tanto sueño y en segundo lugar mi imaginación… Esa maldita creatividad… ¡Oiga, que es que estaba pared con pared con los difuntos del pueblo!
Conforme avanzaban los minutos, cada ruido del exterior se me hacía más aterrador.
Un crujido se me antojaba el abrir de un ataúd; el ruido de la brisa entre los árboles me dibujaba en la cabeza el arrastrar del sudario de una fallecida junto a mi tienda.
Metido en mi saco de dormir, rozando los cuarenta grados de temperatura, no sabia que me asustaba más, si pasar así el resto de la noche o correr bajo la luna con mil fantasmas asediando mis pensamientos. O moría deshidratado o de una angina de pecho.

Tomando decisiones.

Ante ese panorama, a eso de las cuatro de la madrugada y a punto de fibrilar, me armé de valor, bajé la cremallera de mi tienda y salí a escape. Desgraciadamente para huir de mi idílico campamento tenía que pasar justamente por la puerta misma del camposanto, cuya cancela era velada por una imponente cruz de piedra que, un par de hijos de puta (Xavi, Ernest, os mando saludos), me dijeron que había servido para que una señora se ahorcara pocos días antes.

El fútbol y yo.

Nunca antes había corrido tanto. Ni yo, ni posiblemente ser humano alguno. A las cuatro y diez de la madrugada llegué al campo de fútbol municipal (yo es que siempre he sido muy de servicios públicos). Salté la valla y a los pocos minutos, mientras recuperaba el resuello, me acomodaba sobre el mullido cemento, con las estrellas como techo: iba a dormir en las gradas del lugar aquel. Amanecí con la cabeza llena de cáscaras de pipas… Precioso. Y hasta ahí mi relación con el fútbol.

El resto de días transcurrieron con la alegría y el brillo propios de los dieciocho años. Al quinto día me quedé casi sin dinero para comida y tuve que comenzar con la dieta clásica del toxicómano: batido de chocolate y cereales para desayunar-comer (todo en uno) y lo que surgiese para cenar. Vamos, que pasé más hambre que un piojo en un peluche. Por fortuna, Eva, una amiga de mi novia me dio cobijo en una suerte de sótano y eso me libró de más noches a la intemperie.

Una bienvenida con cinco dedos.

Al volver al pueblo, y gracias a la sordera de mi abuela Sofía, que confundió mi hora de salida con la de llegada, mis padres fueron obsequiados con una angustiosa espera. Nada más aparcar el autobús en Albacete, mi madre liberó su tensión en mi rostro con un sonoro bofetón por el susto tan grande que habían pasado. Aquello me hizo entender que el culpable de la sordera de la abuela era yo.

En fin, que entre cartas manuscritas, malnutrición y piropos alejandrosanzeros transcurrió aquel, lejano ya, verano de mis dieciocho. Así pues, si este toca estudiar, pues toca. Lo de verano loco nunca ha ido conmigo. O tal vez sí, pero era otra locura.

PD: La vida, esa inmensa paradoja. Mi amigo Antonio, el de la sorpresa a la novia, acabó casándose con aquella mujer. Yo, con la mía, pues no… ¡Se ve que lo mejor estaba por venir!

Sección: Mi Diario Aquí se habla de: Carrizosa, cementerio, muerte, tía Lourdes, verano 1992, Viver, Viver de las Aguas

Veranos de los ochenta en el pueblo.

14 junio, 2017 escrito por Óscar Parra 4 comentarios

Sumido en este horno crematorio que es Madrid en estos días, está claro que la canícula ha llegado para quedarse. Y tras un fin de semana en el pueblo me he puesto a pensar en aquellos veranos de los ochenta. Sí, los recordados y, por muchos, añorados años ochenta.

Yo soy un niño de los ochenta.

Mis recuerdos de aquella década son una curiosa mezcolanza de sensaciones, descubrimientos, barbaridades e inocencia. Ir al pueblo significaba un viaje de cuatro horas por la nacional IV en el Seat 124 granate de mis padres. Sin aire acondicionado, sin vídeo-juegos y preguntando cada cinco minutos si quedaba mucho. El mayor grado de sofisticación consistía en un bocadillo de tortilla con tomate, en el mejor caso. Mi padre, un señor manchego circunspecto y ahorrador, no tenía ni radio-cassette. Por entonces los viajes no eran aburridos ni entretenidos; eran viajes. Algo inevitable si querías ir a algún sitio. Punto.

Aquella década fue importante para el aquí firmante. Básicamente mi interés se dividía entre los clicks de Famobil, en el primer quinquenio de los ochenta, y en los Cinco de Enid Blyton y el ZX Spectrum y sus juegos, en el segundo lustro. Nada más.
La «movida madrileña«, Almodóvar y su troupe, el seudo-artisteo y demás zarandajos me importaban una soberana mierda. Es más, la mayor parte de todo aquello me parecía una horterada cargada de poses. ¡No me lo creía y eso que tendría once o doce años!
Ya lo dijo Michi Panero: «En esta vida se puede ser de todo menos un coñazo». Y eso, justamente, es lo que me parecía.

Naturalmente, con el paso del tiempo he cambiado de opinión. Ahora no me parece una horterada y un coñazo; ahora sé que lo era.

Verano de los ochenta.
Verano de los ochenta.

Tres meses de vacaciones.

Servidor se largaba (o lo largaban, sería más justo decir), de Madrid a mediados de Junio, más o menos por estas fechas, y volvía, renegrido y asilvestrado, a mediados de septiembre.
Los amigos del pueblo, que eran mis primos en su mayoría, suponían un  mundo exótico para mi.

Mi primo Tomasete sabía mucho de campo, pescaba «cabezones» (renacuajos de rana) con una facilidad de pasmo, en la fuente de «La Mina» y ya fumaba y bebía, el muy cabrón. El primo Teófilo me sorprendía con su humor ácido y destructor y el primo Bienve era blanco indiscriminado de toca clase de bromas-putadas. Es lo que acarrea ser buena persona. Así somos los humanos.
Nos acompañaban mi hermano Jesusete y otro primo, Jesusmari «Capuchilla», los dos más pequeños y por ende, recaderos y esclavos oficiales del grupo.

En el pueblo cada uno tenía su rol. Yo llevaba los clicks y el Spectrum (los libros de los Cinco me los llevaba pero no hablábamos de ello, entendía que a mis primos, habiendo suspendido «religión», como os contaré unas líneas más abajo, no les iba a apetecer demasiado el tema literario…) A cambio ellos me llevaban a bañarme en pozas y ríos a las afueras del pueblo, me enseñaban a mascar candeal para simular chicles, y por encima de todo, a ser un auténtico cabrón con la flora y fauna autóctona. Los niños, siempre tan lindos…

Parte de mis primos y mis clicks de Famobil.
Parte de mis primos y mis clicks de Famobil.

Aún no teníamos pulsiones sexuales por lo que todo era más sencillo. La bragueta solamente se bajaba para regar los rojizos terrones de los Campos de Montiel.
Ni rivalidad ni nada. Simplemente salir por la mañana, ir a la plaza, a las eras o al cerro y echar el rato compartiendo nuestra inocencia.

Por no haber no había ni piscina en el pueblo. Alguna vez nos dimos  un remojón en la alberca de mi abuelo. Pocas pues al tipo le parecía una idea formidable echar a aquella seudo-piscina a su perro y el animal, sin tener sitio al que agarrarse, se lanzaba a desgarrarnos la piel con las uñas, sin mala intención, pero con las ansias de la muerte.
El primer día de vacaciones se preguntaba por el cole (solo ese día). A mi no me quedaba nada para Septiembre; pero a mis primos, indefectiblemente, les suspendían en religión y alguna otra asignatura menor. Era verdaderamente notable. Decían aprobar matemáticas, lengua y demás pero en religión, suspenso que te crió. Naturalmente no era cierto. Pero daba lo mismo.

Tardes a 40º en La Mancha.

A la hora de comer, cada mochuelo a su olivo y tras la siesta, de nuevo a la calle. Sin teléfono móvil, ni GPS, ni tablets, ni redes sociales, ni youtubers que nos dijesen como amenizar nuestras existencias. Me pregunto cómo nos podíamos divertir sin todo eso…
Las últimas horas del día las apurábamos dando paseos por el pueblo o bajando a la granja del abuelo Teófilo a comer pepinos con azúcar y a subir en una de las dos burras, Lourdes y Paloma. Esa era nuestra vida hasta que el crepúsculo extendía su manto por la llanura manchega. Tocaba cenar, en la calle naturalmente. Y continuar.

Noches de verano en el pueblo.

Era la parte emocionante de la jornada. En Madrid, a las diez ya estaba en la cama pero allí, ¡ay amigo, allí!
Unos días hacíamos excursiones de valientes al cementerio, otras llevábamos a algún incauto al río a cazar gamusinos y las más, zanganeabámos en la plaza comentando la llegada de «forasteras y forasteros» al pueblo.
Si teníamos necesidad de adrenalina tocaba llamar a la puerta de algún vecino y salir a escape. Un ejercicio extraordinario para el aparato locomotor. En ocasiones combinábamos este ejercicio con otro clásico: el esconde-correas. Un divertido entretenimiento consistente en esconder una correa para que la buscasen los demás. Una vez hallada, el afortunado disponía del derecho a acribillar a correazos a todos los que no anduviesen listos y pusieran pies en polvorosa. En mi última película, RE-EMIGRANTES, tuve a bien incluir la escena para que no quedase en el olvido. Ahí va.

Las Lagunas de Ruidera.

Otro de los momentos especiales sucedía a mediados de Agosto. En aquellas fechas acudían al pueblo mis primos hermanos, Iván, Miriam, José Carlos y Ana Belén, y  mis tíos, claro, Pepe, Fati, Lourdes, Encarna, Alejandro y el noviete de turno de Lourdes.
Era costumbre ir a pasar unos días a una finca familiar, Tercero, situada en pleno Parque Natural de las Lagunas de Ruidera.
Sin agua corriente ni electricidad, aquello era un auténtico festival de supervivencia. Pero de verdad.

Ríete tú de los programas de supervivientes.
Parte de la familia al inicio de los ochenta, en el pantano de Peñarroya.

Me río yo de «Supervivientes».

Entre los recuerdos que conservo de Tercero, está el del abuelo Modesto rociando la cabeza, a todos los nietos, con insecticida; por si cogíamos algún bicho de los perros o los conejos. Beber agua de la fuente de La Canaleja, esquivando a las avispas, claro, o ir a hacer tus necesidades al monte y terminar limpiándote con una piedra caliza. Un placer para los sentidos.

Eso sí, por entonces yo lo veía tan normal y al regresar a Madrid, en Septiembre, me sorprendía grandemente el hecho de que mis compañeros del Colegio Fray Luis de León no se limpiasen el culo con una piedra en sus vacaciones. - Compártelo       
No sabían lo que se perdían.

Nuestros padres completaban aquel ejercicio de resistencia permitiéndonos disparar armas de fuego reales. Yo tendría once años, ¡y era el mayor de los primos! Coger la escopeta, apuntar a un bote y disparar suponía un acontecimiento único. Al carajo los juegos del Spectrum, allí disparábamos de verdad. Y nada de escopetas de perdigones, no. De cartuchos. Como Dios manda. Así es como se forjaba un hombre de verdad en los ochenta. Así y no haciendo el moña en los antros de la movida.

Otro día os  hablaré de las Ferias y Fiestas de los pueblos en los ochenta; reyertas que dejaban en mantillas a las del Torete por una discusión baladí y del arte de comerse un pollo asado entre ocho para que saliese rentable.

Veranos 80
Mi madre, el abuelo, mi hermano y un servidor.

Sí, los veranos en el pueblo imprimían carácter. Esos fueron mis verdaderos ochenta y me temo que el de millones de niños. Todo lo demás que os cuenta la moderna de Alaska y demás, pamplinas.
Decía el poeta inglés Edwar Thomas que el pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce. Y es cierto, a fe mía que lo es.

 

Sección: Mi Diario Aquí se habla de: años 80, Carrizosa, familia, Fátima Pérez, infancia, José Pérez Parra, Lagunas de Ruidera, Lourdes Pérez, Modesta Pérez, Nostalgia, pueblo, Tío Pepe

Una vida de sacrificios es más agradable, casi siempre, que una de amarguras.

3 mayo, 2017 escrito por Óscar Parra 2 comentarios

Me comentan en la Universidad Complutense de Madrid que, al parecer, la pre-inscripción será sobre el 20 de Junio y la asignación de plazas, un mes más tarde. Se alarga la agónica espera.
En la Universidad Autónoma de Madrid ha comenzado hoy y es hasta el 31 de Mayo, así que en cuanto pueda me presento allí y formalizo mi pre-inscripción. Pero vamos, que como ya he comentado, esta opción la tengo como posible rescate en caso de una catástrofe, que no se va a producir, en la Complutense. ¡De hecho no he acudido ni a recoger las notas a la UAM!

Mientras llega el momento de comenzar las clases, estoy trabajando para una multinacional. Me levanto a las seis de la mañana y regreso a casa a las siete menos cuarto de la tarde.
Medio día literalmente haciendo una tarea que detesto, con unas responsabilidades estúpidas, en un ambiente en el que me siento más desubicado que un chupete en el culo.
Y eso eleva mis ganas de comenzar a estudiar Medicina.

Si amas lo que haces, no es trabajo.

Hoy, bajaba por las escaleras del edificio en el que me pudro diez horas diarias, con una sensación terrible de hastío, y me decía a mi mismo, «si esto fuese un consultorio médico, un hospital, un plató de cine, etc., ¡qué diferente sería mi actitud aunque tuviese el mismo horario!«. Y es que es bien cierto que, cuando uno ama lo que hace, no es trabajo.

Mi momento y una mirada a la Eternidad.

Por momentos me siento mayor. Ando ya en esa época de la vida en la que, los recuerdos, comienzan a poblarse de demasiados rostros que ya están durmiendo el sueño de los justos.
El pasado fin de semana visitaba el cementerio de Carrizosa, con Mitita, mi madre, Chester y Chelo (los padres de Mitita) y me estremecí; tantas caras conocidas grabadas en las lápidas del camposanto, te dan una aproximación extremadamente realista a tu propia realidad.

Mitita y yo en el cementerio de Carrizosa.
Mitita y yo en el cementerio de Carrizosa, junto al sepulcro de mi abuela Sofía.

El tiempo pasa, considero que, hasta ahora he tenido una vida bonita y satisfactoria, pero creo que lo mejor está por llegar.

El reto de conservar la ilusión.

Sí, ya lo sé. He leído multitud de veces en diversos blogs, que la ilusión del estudiante de Medicina se va diluyendo con el paso del tiempo y los sinsabores de la carrera. Pero un servidor ya ha catado multitud de amarguras y la mayor parte sin una contra-prestación satisfactoria. En este caso, me consta que pasaré malos ratos, ¡pero el hecho de saber que, un día, estaré aliviando el dolor de las personas es algo por lo que mi lucha cobrará sentido de inmediato!

De algún modo escribo estas líneas como acicate para esos futuros momentos. Recuerda, Óscar del futuro, que antes de comenzar tenías un hambre de Medicina inconmensurable. Y recuerda también lo miserable que es la vida cuando desempeñas un trabajo que detestas. No hay dinero que lo compense. Así que si lees esto en mitad de un ataque de pánico por exámenes o volumen de estudio, tenlo muy, pero que muy presente.

Me quedo con esta frase de Pío Baroja, genio del 98 que, pocos saben, fue también médico: «Una vida de sacrificios es más agradable, casi siempre, que una de amarguras».   - Compártelo       

Cerrando ciclos.

Hoy he tomado una decisión sobre un asunto del pasado que, de algún modo, seguía rondando mi vida. Sí, hoy le he puesto punto y final.

En ocasiones es necesario detenerse y retirar el barniz del cariño para contemplar, en toda su desnudez, la realidad que queríamos evitar ver. Nada aportaba ya a mi vida una persona con la que compartí mis días hace la friolera de un cuarto de siglo. Y hoy, en mi existir, si no sumas, es que restas. Y ya tengo suficiente con descontar días como para que alguien reste a los restantes.
Así las cosas, sin malos sentimientos de por medio, he puesto punto y final a un ciclo.

La vida es ese universo de puertas que abres y cierras sin garantía alguna. Pero hoy, he comprendido que, tras esa puerta no quedaban sino restos de un naufragio. Y como el pecio que es, solo podía hallar retazos de un ayer tan hermoso como inerte e inútil. En verdad, y de corazón, deseo que la vida siga sonriéndole. Ya sin mi.

Demasiadas hojas de calendario cubrían el desdibujado mapa de un amor que, amarilleado por el tiempo y cubierto por el polvo de la indiferencia, no tenía nada positivo que aportar.

A veces un final digno nos evita el triste espectáculo de ver degradarse lo que un día nos fue querido. - Compártelo       

Hasta siempre.
(Se escucha el sonido suave y definitivo de una pesada puerta cerrándose)

Sección: Mi Diario Aquí se habla de: Carrizosa, cementerio, despedida, estudiante de medicina, familia, Gemita, Pío Baroja, reflexión, UCM

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¿Por qué decidí estudiar Medicina?

Lo cierto es que es un deseo que atesoro desde que era niño. Tan niño que ni siquiera lo recuerdo con claridad. Tal vez tenga algo de «culpa» mi tía Fátima, que me regaló el hospital de Famobil (Playmobil en otros países). O quizás me influyera mi primer médico (entonces se llamaban «médicos de cabecera»), don Ricardo, que me inculcó el amor por la Medicina a base de humor y cariño.

«Sólo el médico y el dramaturgo gozan del raro privilegio de cobrar las desazones que nos dan».
Santiago Ramón y Cajal

Así pues, sin don Santiago lo dice, tiene que ser cierto. De dramaturgo ya ejercí, ¡atento mundo sanitario, que voy!

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