«Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente».
Con esta sentencia, el escritor francés François Mauriac nos daba una verdadera lección de vida sobre la muerte.
Estudiar Medicina me ha dado una nueva perspectiva de la muerte. A fin de cuentas todos los esfuerzos, todo el sacrificio, todo lo que haces tiene como postrer objetivo ganarle a la muerte, durante un tiempo, lo que, por naturaleza, algún día te arrebatará.
Y hoy, maldita sea, hoy lo ha hecho; hoy nos ha ganado a todos la partida.
Hoy, ha fallecido mi tía Eladia Parra Elvar.
Mi tía Eladia.
Ochenta y cinco años de una vida dura y sacrificada. Se ha marchado en paz, sin dramas, casi pidiendo perdón, severa, como ella era.
Ha muerto tal y como ha vivido. Hoy, mi tía, ha puesto la nota final a la partitura de su existencia. Nos deja ese silencio que tantos años fue su fiel compañero.
Ella fue una de esas niñas de la guerra que vio partir, con cuatro años, a su padre rumbo a una batalla en la que todos perdimos. Y eso forja carácter.
Tras la guerra, maduró bajo la sombra alargada de una posguerra que asoló la tierra que la vio nacer. Y en ese mundo rural, coloreado de ocres y azules, ella se enamoró como se enamoran aquellos que regaron la tierra con su propio sudor. Sin alharacas, con la mirada agrietada por el sol y el alma helada, reflejo fiel del relente de las noches manchegas.

Probó la miel del amor, degustó el elixir de la maternidad y sin terminar aún de tragar el dulce jugo de su nueva vida, ésta le correspondió con un escupitajo de hiel. La tía Eladia enviudó antes siquiera de que su vástago pudiera reconocer el rostro de aquel que le dio vida.
La vida, tal vez, no era esto.
Y desde entonces su existencia ha sido lucha, cuitas y mansedumbre. Nunca una palabra más alta que otra. Ella era el gesto áspero de los que han conocido el sinsabor, la mirada trágica de los que no aguardan sino el devenir de otro nuevo amanecer, la resignación silenciosa de los que no estaban destinados a ganar.
Hoy, ha muerto bajo la mirada de su hijo Antonio, su único hijo. Y no puedo evitar pensar que, la vida, tal vez, no era esto.

Descansa en paz, tía Eladia. Como tú dijiste el viernes, con una extraña mezcla de alegría, tristeza y templanza: ya estás con tus padres y con tu marido. Te quiero.
Y a ti te digo, muerte iracunda que a nadie respetas, escúchame con atención: hoy te ríes y huyes con la sonrisa del que sabe que ha vencido. Pero te juro que un día seré yo el que ría, no seré el último, que eso a ti únicamente te ha sido concedido, pero reiré. Créeme, un día seré yo el que te robe el placer de llevarte a otro. Y tu rabia será mi triunfo.