Sumido en este horno crematorio que es Madrid en estos días, está claro que la canícula ha llegado para quedarse. Y tras un fin de semana en el pueblo me he puesto a pensar en aquellos veranos de los ochenta. Sí, los recordados y, por muchos, añorados años ochenta.
Yo soy un niño de los ochenta.
Mis recuerdos de aquella década son una curiosa mezcolanza de sensaciones, descubrimientos, barbaridades e inocencia. Ir al pueblo significaba un viaje de cuatro horas por la nacional IV en el Seat 124 granate de mis padres. Sin aire acondicionado, sin vídeo-juegos y preguntando cada cinco minutos si quedaba mucho. El mayor grado de sofisticación consistía en un bocadillo de tortilla con tomate, en el mejor caso. Mi padre, un señor manchego circunspecto y ahorrador, no tenía ni radio-cassette. Por entonces los viajes no eran aburridos ni entretenidos; eran viajes. Algo inevitable si querías ir a algún sitio. Punto.
Aquella década fue importante para el aquí firmante. Básicamente mi interés se dividía entre los clicks de Famobil, en el primer quinquenio de los ochenta, y en los Cinco de Enid Blyton y el ZX Spectrum y sus juegos, en el segundo lustro. Nada más.
La «movida madrileña«, Almodóvar y su troupe, el seudo-artisteo y demás zarandajos me importaban una soberana mierda. Es más, la mayor parte de todo aquello me parecía una horterada cargada de poses. ¡No me lo creía y eso que tendría once o doce años!
Ya lo dijo Michi Panero: «En esta vida se puede ser de todo menos un coñazo». Y eso, justamente, es lo que me parecía.
Naturalmente, con el paso del tiempo he cambiado de opinión. Ahora no me parece una horterada y un coñazo; ahora sé que lo era.

Tres meses de vacaciones.
Servidor se largaba (o lo largaban, sería más justo decir), de Madrid a mediados de Junio, más o menos por estas fechas, y volvía, renegrido y asilvestrado, a mediados de septiembre.
Los amigos del pueblo, que eran mis primos en su mayoría, suponían un mundo exótico para mi.
Mi primo Tomasete sabía mucho de campo, pescaba «cabezones» (renacuajos de rana) con una facilidad de pasmo, en la fuente de «La Mina» y ya fumaba y bebía, el muy cabrón. El primo Teófilo me sorprendía con su humor ácido y destructor y el primo Bienve era blanco indiscriminado de toca clase de bromas-putadas. Es lo que acarrea ser buena persona. Así somos los humanos.
Nos acompañaban mi hermano Jesusete y otro primo, Jesusmari «Capuchilla», los dos más pequeños y por ende, recaderos y esclavos oficiales del grupo.
En el pueblo cada uno tenía su rol. Yo llevaba los clicks y el Spectrum (los libros de los Cinco me los llevaba pero no hablábamos de ello, entendía que a mis primos, habiendo suspendido «religión», como os contaré unas líneas más abajo, no les iba a apetecer demasiado el tema literario…) A cambio ellos me llevaban a bañarme en pozas y ríos a las afueras del pueblo, me enseñaban a mascar candeal para simular chicles, y por encima de todo, a ser un auténtico cabrón con la flora y fauna autóctona. Los niños, siempre tan lindos…

Aún no teníamos pulsiones sexuales por lo que todo era más sencillo. La bragueta solamente se bajaba para regar los rojizos terrones de los Campos de Montiel.
Ni rivalidad ni nada. Simplemente salir por la mañana, ir a la plaza, a las eras o al cerro y echar el rato compartiendo nuestra inocencia.
Por no haber no había ni piscina en el pueblo. Alguna vez nos dimos un remojón en la alberca de mi abuelo. Pocas pues al tipo le parecía una idea formidable echar a aquella seudo-piscina a su perro y el animal, sin tener sitio al que agarrarse, se lanzaba a desgarrarnos la piel con las uñas, sin mala intención, pero con las ansias de la muerte.
El primer día de vacaciones se preguntaba por el cole (solo ese día). A mi no me quedaba nada para Septiembre; pero a mis primos, indefectiblemente, les suspendían en religión y alguna otra asignatura menor. Era verdaderamente notable. Decían aprobar matemáticas, lengua y demás pero en religión, suspenso que te crió. Naturalmente no era cierto. Pero daba lo mismo.
Tardes a 40º en La Mancha.
A la hora de comer, cada mochuelo a su olivo y tras la siesta, de nuevo a la calle. Sin teléfono móvil, ni GPS, ni tablets, ni redes sociales, ni youtubers que nos dijesen como amenizar nuestras existencias. Me pregunto cómo nos podíamos divertir sin todo eso…
Las últimas horas del día las apurábamos dando paseos por el pueblo o bajando a la granja del abuelo Teófilo a comer pepinos con azúcar y a subir en una de las dos burras, Lourdes y Paloma. Esa era nuestra vida hasta que el crepúsculo extendía su manto por la llanura manchega. Tocaba cenar, en la calle naturalmente. Y continuar.
Noches de verano en el pueblo.
Era la parte emocionante de la jornada. En Madrid, a las diez ya estaba en la cama pero allí, ¡ay amigo, allí!
Unos días hacíamos excursiones de valientes al cementerio, otras llevábamos a algún incauto al río a cazar gamusinos y las más, zanganeabámos en la plaza comentando la llegada de «forasteras y forasteros» al pueblo.
Si teníamos necesidad de adrenalina tocaba llamar a la puerta de algún vecino y salir a escape. Un ejercicio extraordinario para el aparato locomotor. En ocasiones combinábamos este ejercicio con otro clásico: el esconde-correas. Un divertido entretenimiento consistente en esconder una correa para que la buscasen los demás. Una vez hallada, el afortunado disponía del derecho a acribillar a correazos a todos los que no anduviesen listos y pusieran pies en polvorosa. En mi última película, RE-EMIGRANTES, tuve a bien incluir la escena para que no quedase en el olvido. Ahí va.

Las Lagunas de Ruidera.
Otro de los momentos especiales sucedía a mediados de Agosto. En aquellas fechas acudían al pueblo mis primos hermanos, Iván, Miriam, José Carlos y Ana Belén, y mis tíos, claro, Pepe, Fati, Lourdes, Encarna, Alejandro y el noviete de turno de Lourdes.
Era costumbre ir a pasar unos días a una finca familiar, Tercero, situada en pleno Parque Natural de las Lagunas de Ruidera.
Sin agua corriente ni electricidad, aquello era un auténtico festival de supervivencia. Pero de verdad.

Me río yo de «Supervivientes».
Entre los recuerdos que conservo de Tercero, está el del abuelo Modesto rociando la cabeza, a todos los nietos, con insecticida; por si cogíamos algún bicho de los perros o los conejos. Beber agua de la fuente de La Canaleja, esquivando a las avispas, claro, o ir a hacer tus necesidades al monte y terminar limpiándote con una piedra caliza. Un placer para los sentidos.
Nuestros padres completaban aquel ejercicio de resistencia permitiéndonos disparar armas de fuego reales. Yo tendría once años, ¡y era el mayor de los primos! Coger la escopeta, apuntar a un bote y disparar suponía un acontecimiento único. Al carajo los juegos del Spectrum, allí disparábamos de verdad. Y nada de escopetas de perdigones, no. De cartuchos. Como Dios manda. Así es como se forjaba un hombre de verdad en los ochenta. Así y no haciendo el moña en los antros de la movida.
Otro día os hablaré de las Ferias y Fiestas de los pueblos en los ochenta; reyertas que dejaban en mantillas a las del Torete por una discusión baladí y del arte de comerse un pollo asado entre ocho para que saliese rentable.

Sí, los veranos en el pueblo imprimían carácter. Esos fueron mis verdaderos ochenta y me temo que el de millones de niños. Todo lo demás que os cuenta la moderna de Alaska y demás, pamplinas.
Decía el poeta inglés Edwar Thomas que el pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce. Y es cierto, a fe mía que lo es.