Esa es una buena pregunta que se puede contestar con solo una palabra: vocación. Pero, lógicamente, es una respuesta sencilla a algo que, en la mayor parte de los casos, tiene unas raíces mucho más profundas. Estos días he estado meditando sobre ello y, en mi caso, veo un hito clave en mi decisión.
Don Ricardo, el médico de mi niñez.
Así fue. El doctor Ricardo Pérez, don Ricardo por los siglos de los siglos, fue mi médico. No tuve pediatra. Simplemente tuve a don Ricardo. Era un excelente médico de cabecera (médico de familia o de atención primaria, a día de hoy).
Mi más antiguo recuerdo del mundo de la Medicina se remonta a una gran mesa de madera en la que había un timbre de esos tipo recepción de hotel, un vade de escritorio de color marrón, y un señor peinado con raya a un lado, pelo engominado o encerado, corbata severa, bata de médico y cigarro en ristre. En resumen un médico de los de antes con aspecto de médico de los de antes.
Bajo aquel aspecto formal y elegante, había un hombre bueno. Un profesional que hacía real uno de los axiomas de esta profesión: el médico es el 33% de la cura. Don Ricardo, con su voz profunda y matizada por años de tabaco, no era muy dado a la farmacología, de manera que, si la patología lo permitía, te mandaba a casa a descansar y listos. No es que yo fuese un niño especialmente enfermizo, pero sí que fui (y soy) especialmente madrero, de modo que, si mi madre iba al médico, yo iba con ella. Si mi madre llevaba a mi hermano al médico, íbamos lo tres. Y así, de poquito a poquito, don Ricardo se convirtió en un miembro más de mi familia.

Cura sana, anca de rana.
Tengo alguna anécdota que deseo compartir con vosotros. Tendría yo cinco o seis años cuando comenzó a dolerme una rodilla. Naturalmente acudimos a don Ricardo. Al llegar, mi madre le contó mi problema y él, muy serio, se dirigió a mí, me sentó en su mesa y… (Voy a trata de reproducir el diálogo)
– A ver Óscar, ¿cuál te duele? -dijo el hombre, mirándome fijamente.
-Pues es que ahora mismo no lo sé, don Ricardo. Bájeme de la mesa que me tengo que poner de pie para saberlo -contesté, algo apurado por no conocer aquel importante dato.
Don Ricardo, me cogió en volandas y me bajó de su enorme mesa.
– Es esta, don Ricardo – acerté a decir, señalando la rodilla derecha.
El buen hombre me examinó la articulación y, poco después dio con la solución y tratamiento de mi «patología«. Sin más dilación, con gesto adusto y como muy concentrado, comenzó la terapéutica.
– Cura sana, anca de rana, si no curas hoy, curarás mañana -dijo el médico, en tono grave, al tiempo que hacía círculos con sus sarmentosos dedos sobre mi rodilla.
Al momento me sonrió y habló algo con mi madre que no recuerdo. Al día siguiente, efectivamente, ya no me dolía y así se lo hice saber a mi mami.
– ¡Mamá, don Ricardo es el mejor médico del mundo! ¡Me dijo que si no curaba hoy curaría mañana y ha curado mañana!
El secreto de don Ricardo.
Don Ricardo tenía un secreto para su trato con los niños… El secreto, a mi parecer, era que me trataba como a una persona y no como a un imbécil. Algo que, desgraciadamente ha ido desapareciendo en nuestra sociedad. Contemplo con estupor como, a muchos niños, se les habla como a verdaderos idiotas, con mil diminutivos y poniendo vocecitas atipladas. Desde luego, si a mí me hubiese hablado así aquel buen doctor, mi opinión sería muy distinta. Pero no. Él me trató con la consideración de un adulto y eso impactó en mí de forma vehemente. Los niños necesitan sentirse importantes, y una manera eficaz de lograrlo es tratarlos con el respeto y la consideración de un adulto.
Así pues, entre el cariño de don Ricardo y el hospital de Famobil que me regaló mi tía Fátima, mi inclinación por la Medicina estaba clara. Y aquí estoy.

Hace ya más de treinta años que me enteré del fallecimiento del bueno de don Ricardo. Demasiado pronto. Con sesenta y algunos años, víctima del cáncer de pulmón que él mismo se procuró a base de ser un fumador de primera. Lo lamenté muchísimo entonces y lo lamento hoy. Cuánto me gustaría poder decirle lo importante que fue para mí su ejemplo.
En fin, allá donde esté, don Ricardo, que sepa usted que si hoy estoy de lleno en el mundo de la Medicina es porque, en mi fuero interno, me gustaría mucho poder parecerme un poquito a aquel hombre bueno y honesto que usted fue. Maldito tabaco…
PD: Me encantaría dar con la familia del doctor don Ricardo Pérez. Pocos datos tengo. Sé que tiene una hija dentista y otra médica (¿doctora Paloma Pérez?). ¿Tal vez si compartimos este post pueda dar con ellos? Don Ricardo ejercía en la calle José de Cadalso, 37 de Madrid. En el madrileño barrio de Aluche-Las Águilas.