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DEL CINE AL HOSPITAL

Blog de un estudiante de Medicina. Un cineasta entre batas blancas.

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¿Y por qué decidiste hacer Medicina…?

12 julio, 2021 escrito por Óscar Parra Deja un comentario

Esa es una buena pregunta que se puede contestar con solo una palabra: vocación. Pero, lógicamente, es una respuesta sencilla a algo que, en la mayor parte de los casos, tiene unas raíces mucho más profundas. Estos días he estado meditando sobre ello y, en mi caso, veo un hito clave en mi decisión.

Don Ricardo, el médico de mi niñez.

Así fue. El doctor Ricardo Pérez, don Ricardo por los siglos de los siglos, fue mi médico. No tuve pediatra. Simplemente tuve a don Ricardo. Era un excelente médico de cabecera (médico de familia o de atención primaria, a día de hoy).

Mi más antiguo recuerdo del mundo de la Medicina se remonta a una gran mesa de madera en la que había un timbre de esos tipo recepción de hotel, un vade de escritorio de color marrón, y un señor peinado con raya a un lado, pelo engominado o encerado, corbata severa, bata de médico y cigarro en ristre. En resumen un médico de los de antes con aspecto de médico de los de antes.

Bajo aquel aspecto formal y elegante, había un hombre bueno. Un profesional que hacía real uno de los axiomas de esta profesión: el médico es el 33% de la cura. Don Ricardo, con su voz profunda y matizada por años de tabaco, no era muy dado a la farmacología, de manera que, si la patología lo permitía, te mandaba a casa a descansar y listos. No es que yo fuese un niño especialmente enfermizo, pero sí que fui (y soy) especialmente madrero, de modo que, si mi madre iba al médico, yo iba con ella. Si mi madre llevaba a mi hermano al médico, íbamos lo tres. Y así, de poquito a poquito, don Ricardo se convirtió en un miembro más de mi familia.

El mítico José de Cadalso, 37
El mítico José de Cadalso, 37

Cura sana, anca de rana.

Tengo alguna anécdota que deseo compartir con vosotros. Tendría yo cinco o seis años cuando comenzó a dolerme una rodilla. Naturalmente acudimos a don Ricardo. Al llegar, mi madre le contó mi problema y él, muy serio, se dirigió a mí, me sentó en su mesa y… (Voy a trata de reproducir el diálogo)

– A ver Óscar, ¿cuál te duele? -dijo el hombre, mirándome fijamente.
-Pues es que ahora mismo no lo sé, don Ricardo. Bájeme de la mesa que me tengo que poner de pie para saberlo -contesté, algo apurado por no conocer aquel importante dato.
Don Ricardo, me cogió en volandas y me bajó de su enorme mesa.
– Es esta, don Ricardo – acerté a decir, señalando la rodilla derecha.
El buen hombre me examinó la articulación y, poco después dio con la solución y tratamiento de mi «patología«. Sin más dilación, con gesto adusto y como muy concentrado, comenzó la terapéutica.
– Cura sana, anca de rana, si no curas hoy, curarás mañana -dijo el médico, en tono grave, al tiempo que hacía círculos con sus sarmentosos dedos sobre mi rodilla.
Al momento me sonrió y habló algo con mi madre que no recuerdo. Al día siguiente, efectivamente, ya no me dolía y así se lo hice saber a mi mami.
– ¡Mamá, don Ricardo es el mejor médico del mundo! ¡Me dijo que si no curaba hoy curaría mañana y ha curado mañana!

El secreto de don Ricardo.

Don Ricardo tenía un secreto para su trato con los niños… El secreto, a mi parecer, era que me trataba como a una persona y no como a un imbécil. Algo que, desgraciadamente ha ido desapareciendo en nuestra sociedad. Contemplo con estupor como, a muchos niños, se les habla como a verdaderos idiotas, con mil diminutivos y poniendo vocecitas atipladas. Desde luego, si a mí me hubiese hablado así aquel buen doctor, mi opinión sería muy distinta. Pero no. Él me trató con la consideración de un adulto y eso impactó en mí de forma vehemente. Los niños necesitan sentirse importantes, y una manera eficaz de lograrlo es tratarlos con el respeto y la consideración de un adulto.

Así pues, entre el cariño de don Ricardo y el hospital de Famobil que me regaló mi tía Fátima, mi inclinación por la Medicina estaba clara. Y aquí estoy.

Los cirujanos con walkie-talkie, un detalle que nunca acabé de entender...
Los cirujanos con walkie-talkie, un detalle que nunca acabé de entender…

Hace ya más de treinta años que me enteré del fallecimiento del bueno de don Ricardo. Demasiado pronto. Con sesenta y algunos años, víctima del cáncer de pulmón que él mismo se procuró a base de ser un fumador de primera. Lo lamenté muchísimo entonces y lo lamento hoy. Cuánto me gustaría poder decirle lo importante que fue para mí su ejemplo.

En fin, allá donde esté, don Ricardo, que sepa usted que si hoy estoy de lleno en el mundo de la Medicina es porque, en mi fuero interno, me gustaría mucho poder parecerme un poquito a aquel hombre bueno y honesto que usted fue. Maldito tabaco…

PD: Me encantaría dar con la familia del doctor don Ricardo Pérez. Pocos datos tengo. Sé que tiene una hija dentista y otra médica (¿doctora Paloma Pérez?). ¿Tal vez si compartimos este post pueda dar con ellos? Don Ricardo ejercía en la calle José de Cadalso, 37 de Madrid. En el madrileño barrio de Aluche-Las Águilas.

 

Sección: Mi Diario, Quinto de Medicina Aquí se habla de: atención primaria, blog estudiante medicina, cáncer, cáncer de pulmón, doctor Ricardo Pérez, don Ricardo, estudiante de medicina, familia, Famobil, hospital de Famobil, infancia, José de Cadalso 37, medicina de familia, médico atención primaria, médico de cabecera, tía Fátima

Veranos de los ochenta en el pueblo.

14 junio, 2017 escrito por Óscar Parra 4 comentarios

Sumido en este horno crematorio que es Madrid en estos días, está claro que la canícula ha llegado para quedarse. Y tras un fin de semana en el pueblo me he puesto a pensar en aquellos veranos de los ochenta. Sí, los recordados y, por muchos, añorados años ochenta.

Yo soy un niño de los ochenta.

Mis recuerdos de aquella década son una curiosa mezcolanza de sensaciones, descubrimientos, barbaridades e inocencia. Ir al pueblo significaba un viaje de cuatro horas por la nacional IV en el Seat 124 granate de mis padres. Sin aire acondicionado, sin vídeo-juegos y preguntando cada cinco minutos si quedaba mucho. El mayor grado de sofisticación consistía en un bocadillo de tortilla con tomate, en el mejor caso. Mi padre, un señor manchego circunspecto y ahorrador, no tenía ni radio-cassette. Por entonces los viajes no eran aburridos ni entretenidos; eran viajes. Algo inevitable si querías ir a algún sitio. Punto.

Aquella década fue importante para el aquí firmante. Básicamente mi interés se dividía entre los clicks de Famobil, en el primer quinquenio de los ochenta, y en los Cinco de Enid Blyton y el ZX Spectrum y sus juegos, en el segundo lustro. Nada más.
La «movida madrileña«, Almodóvar y su troupe, el seudo-artisteo y demás zarandajos me importaban una soberana mierda. Es más, la mayor parte de todo aquello me parecía una horterada cargada de poses. ¡No me lo creía y eso que tendría once o doce años!
Ya lo dijo Michi Panero: «En esta vida se puede ser de todo menos un coñazo». Y eso, justamente, es lo que me parecía.

Naturalmente, con el paso del tiempo he cambiado de opinión. Ahora no me parece una horterada y un coñazo; ahora sé que lo era.

Verano de los ochenta.
Verano de los ochenta.

Tres meses de vacaciones.

Servidor se largaba (o lo largaban, sería más justo decir), de Madrid a mediados de Junio, más o menos por estas fechas, y volvía, renegrido y asilvestrado, a mediados de septiembre.
Los amigos del pueblo, que eran mis primos en su mayoría, suponían un  mundo exótico para mi.

Mi primo Tomasete sabía mucho de campo, pescaba «cabezones» (renacuajos de rana) con una facilidad de pasmo, en la fuente de «La Mina» y ya fumaba y bebía, el muy cabrón. El primo Teófilo me sorprendía con su humor ácido y destructor y el primo Bienve era blanco indiscriminado de toca clase de bromas-putadas. Es lo que acarrea ser buena persona. Así somos los humanos.
Nos acompañaban mi hermano Jesusete y otro primo, Jesusmari «Capuchilla», los dos más pequeños y por ende, recaderos y esclavos oficiales del grupo.

En el pueblo cada uno tenía su rol. Yo llevaba los clicks y el Spectrum (los libros de los Cinco me los llevaba pero no hablábamos de ello, entendía que a mis primos, habiendo suspendido «religión», como os contaré unas líneas más abajo, no les iba a apetecer demasiado el tema literario…) A cambio ellos me llevaban a bañarme en pozas y ríos a las afueras del pueblo, me enseñaban a mascar candeal para simular chicles, y por encima de todo, a ser un auténtico cabrón con la flora y fauna autóctona. Los niños, siempre tan lindos…

Parte de mis primos y mis clicks de Famobil.
Parte de mis primos y mis clicks de Famobil.

Aún no teníamos pulsiones sexuales por lo que todo era más sencillo. La bragueta solamente se bajaba para regar los rojizos terrones de los Campos de Montiel.
Ni rivalidad ni nada. Simplemente salir por la mañana, ir a la plaza, a las eras o al cerro y echar el rato compartiendo nuestra inocencia.

Por no haber no había ni piscina en el pueblo. Alguna vez nos dimos  un remojón en la alberca de mi abuelo. Pocas pues al tipo le parecía una idea formidable echar a aquella seudo-piscina a su perro y el animal, sin tener sitio al que agarrarse, se lanzaba a desgarrarnos la piel con las uñas, sin mala intención, pero con las ansias de la muerte.
El primer día de vacaciones se preguntaba por el cole (solo ese día). A mi no me quedaba nada para Septiembre; pero a mis primos, indefectiblemente, les suspendían en religión y alguna otra asignatura menor. Era verdaderamente notable. Decían aprobar matemáticas, lengua y demás pero en religión, suspenso que te crió. Naturalmente no era cierto. Pero daba lo mismo.

Tardes a 40º en La Mancha.

A la hora de comer, cada mochuelo a su olivo y tras la siesta, de nuevo a la calle. Sin teléfono móvil, ni GPS, ni tablets, ni redes sociales, ni youtubers que nos dijesen como amenizar nuestras existencias. Me pregunto cómo nos podíamos divertir sin todo eso…
Las últimas horas del día las apurábamos dando paseos por el pueblo o bajando a la granja del abuelo Teófilo a comer pepinos con azúcar y a subir en una de las dos burras, Lourdes y Paloma. Esa era nuestra vida hasta que el crepúsculo extendía su manto por la llanura manchega. Tocaba cenar, en la calle naturalmente. Y continuar.

Noches de verano en el pueblo.

Era la parte emocionante de la jornada. En Madrid, a las diez ya estaba en la cama pero allí, ¡ay amigo, allí!
Unos días hacíamos excursiones de valientes al cementerio, otras llevábamos a algún incauto al río a cazar gamusinos y las más, zanganeabámos en la plaza comentando la llegada de «forasteras y forasteros» al pueblo.
Si teníamos necesidad de adrenalina tocaba llamar a la puerta de algún vecino y salir a escape. Un ejercicio extraordinario para el aparato locomotor. En ocasiones combinábamos este ejercicio con otro clásico: el esconde-correas. Un divertido entretenimiento consistente en esconder una correa para que la buscasen los demás. Una vez hallada, el afortunado disponía del derecho a acribillar a correazos a todos los que no anduviesen listos y pusieran pies en polvorosa. En mi última película, RE-EMIGRANTES, tuve a bien incluir la escena para que no quedase en el olvido. Ahí va.

YouTube player

Las Lagunas de Ruidera.

Otro de los momentos especiales sucedía a mediados de Agosto. En aquellas fechas acudían al pueblo mis primos hermanos, Iván, Miriam, José Carlos y Ana Belén, y  mis tíos, claro, Pepe, Fati, Lourdes, Encarna, Alejandro y el noviete de turno de Lourdes.
Era costumbre ir a pasar unos días a una finca familiar, Tercero, situada en pleno Parque Natural de las Lagunas de Ruidera.
Sin agua corriente ni electricidad, aquello era un auténtico festival de supervivencia. Pero de verdad.

Ríete tú de los programas de supervivientes.
Parte de la familia al inicio de los ochenta, en el pantano de Peñarroya.

Me río yo de «Supervivientes».

Entre los recuerdos que conservo de Tercero, está el del abuelo Modesto rociando la cabeza, a todos los nietos, con insecticida; por si cogíamos algún bicho de los perros o los conejos. Beber agua de la fuente de La Canaleja, esquivando a las avispas, claro, o ir a hacer tus necesidades al monte y terminar limpiándote con una piedra caliza. Un placer para los sentidos.

Eso sí, por entonces yo lo veía tan normal y al regresar a Madrid, en Septiembre, me sorprendía grandemente el hecho de que mis compañeros del Colegio Fray Luis de León no se limpiasen el culo con una piedra en sus vacaciones. - Compártelo       
No sabían lo que se perdían.

Nuestros padres completaban aquel ejercicio de resistencia permitiéndonos disparar armas de fuego reales. Yo tendría once años, ¡y era el mayor de los primos! Coger la escopeta, apuntar a un bote y disparar suponía un acontecimiento único. Al carajo los juegos del Spectrum, allí disparábamos de verdad. Y nada de escopetas de perdigones, no. De cartuchos. Como Dios manda. Así es como se forjaba un hombre de verdad en los ochenta. Así y no haciendo el moña en los antros de la movida.

Otro día os  hablaré de las Ferias y Fiestas de los pueblos en los ochenta; reyertas que dejaban en mantillas a las del Torete por una discusión baladí y del arte de comerse un pollo asado entre ocho para que saliese rentable.

Veranos 80
Mi madre, el abuelo, mi hermano y un servidor.

Sí, los veranos en el pueblo imprimían carácter. Esos fueron mis verdaderos ochenta y me temo que el de millones de niños. Todo lo demás que os cuenta la moderna de Alaska y demás, pamplinas.
Decía el poeta inglés Edwar Thomas que el pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce. Y es cierto, a fe mía que lo es.

 

Sección: Mi Diario Aquí se habla de: años 80, Carrizosa, familia, Fátima Pérez, infancia, José Pérez Parra, Lagunas de Ruidera, Lourdes Pérez, Modesta Pérez, Nostalgia, pueblo, Tío Pepe

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¿Por qué decidí estudiar Medicina?

Lo cierto es que es un deseo que atesoro desde que era niño. Tan niño que ni siquiera lo recuerdo con claridad. Tal vez tenga algo de «culpa» mi tía Fátima, que me regaló el hospital de Famobil (Playmobil en otros países). O quizás me influyera mi primer médico (entonces se llamaban «médicos de cabecera»), don Ricardo, que me inculcó el amor por la Medicina a base de humor y cariño.

«Sólo el médico y el dramaturgo gozan del raro privilegio de cobrar las desazones que nos dan».
Santiago Ramón y Cajal

Así pues, sin don Santiago lo dice, tiene que ser cierto. De dramaturgo ya ejercí, ¡atento mundo sanitario, que voy!

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