En vistas de mi próxima reincorporación al mundo estudiantil, me animan algunos amigos a dejar de estudiar este verano y a vivir un «verano de estudiante», un verano loco.
Pero claro, es que ya no tengo 18 años; de hecho cuando los tuve no los usé para tener veranos locos. O tal vez sí, os voy a contar el verano de mis dieciocho años.
Veinticinco años atrás.
Recuerdo con nitidez aquel lejano año de 1992. A estas alturas del mes de agosto andaba por el pueblo, soportando los rigores de la canícula manchega. Visto con la perspectiva que otorga este cuarto de siglo, parece que antes no hacía el calor de ahora y sí, hacía un calor de espanto.
Pasaba los días obviando la temida Selectividad de Septiembre, carteándome con la que, por entonces, era mi novia, yendo a la piscina con mi tía Lourdes y saliendo por las noches, único momento de tregua térmica de la jornada, a tomar un refresco al bar de Taparrajas, en Carrizosa.

Sorpresas amorosas.
Justamente por estos días tomé la decisión de irme de viaje por mi cuenta y riesgo. ¡Después de todo ya tenía 18 años! Iría a visitar a mi novia a su sitio de veraneo; un pintoresco pueblo de Castellón. Viver de las Aguas, por más señas.
Le conté mi plan a un amigo, Antonio y le pareció genial. Tanto que me copió la idea y decidió darle una sorpresa a su prometida que también andaba pasando sus vacaciones en otro pueblo. Dado que la idea había sido mía, me vi en la obligación de acompañarle, a pesar de que no era yo muy amigo de las motos.
Las motos y yo.
Enardecido, en la tarde del 9 de Agosto de 1992, el bueno de Antonio agarró el ciclomotor de su hermano y allá fuimos los dos a dar la sorpresa romántica a su amor. Dicen que la ilusión da ruedas al corazón. Pero las de aquella Vespa, no debían ser muy fiables.
Iríamos por la mitad del camino cuando, sin comerlo ni beberlo, nos regalamos una soberana hostia en aquella ardiente Nacional 430. ¿El resultado? Mis primeros pantalones (y últimos) de la marca Liberto, destrozados y su camisa hecha jirones.
La épica del guerrero.
Echando un vistazo al panorama decidimos continuar la aventura. ¡Iba a ser épico ver la cara de la novia cuando nos viera llegar, heridos, ensangretados y maltrechos! ¡Casi como héroes de guerra! ¡Lo que digo, iba a ser de cine!
Y efectivamente: así fue…
La muchacha recibió a mi amigo con más frialdad que el abrazo de una suegra. Aún viendo que estábamos desollados, le espetó un impío: ¿Y tú que haces aquí…?
Me quedé de piedra. ¿Podía haber salido peor? Podía. A los diez minutos la chica decidió poner fin a la relación. JUSTO EN AQUEL MOMENTO.
La vuelta en moto la recuerdo como una carrera al infierno. Un tipo desolado, llorando y a toda pastilla por aquella carretera que ya habíamos catado a la ida. Yo iba de paquete, con el casco puesto y cantando, a voz en grito, el éxito de aquel verano: Historias de amor, de OBK. No se me ocurría nada más inapropiado para la situación.
Parecía que, el tema sorpresas, entrañaba algo de peligro…
De camarero a mochilero.
Pero yo, que no me amilano ante nada me puse a lo mío. Busqué un trabajo y lo encontré: camarero en las fiestas de Carrizosa. Necesitaba dinero para viajar, una tienda de campaña (la opción de hotel me parecía inalcanzable, además de que en Viver no había, dato a tener en cuenta) y algo de comida.

El bar de María, en la plaza del pueblo, fue mi debut laboral. Allí, entre gentes contentas, algún tipo extraño (recuerdo al parroquiano que traía de casa su propio vaso, uno enorme con la efigie de Franco) y las visitas de algunas mocitas que, atraídas por mi hipotético parecido con el cantante Alejandro Sanz, se dejaban la paga en Cacaolats y Fantas, a cambio de una palabra amable y una sonrisa, transcurrieron los días de fiesta.
Cuarenta mil pesetas por cuatro noches de trabajo. En aquellos momentos me parecía un sueldo de ministro. Fui camarero de barra, que el asunto de la bandeja ya era para profesionales.
El viaje a ninguna parte.
Viajar hasta aquel rincón perdido de la geografía española no fue ningún regalo. Tardé 24 horas en recorrer una distancia que, en coche, a día de hoy, habría hecho en menos de 3 horas y media. Pero hablamos de 1992. Sin carné, sin coche y viajando en autobuses. Mis padres me acercaron hasta la estación de Villanueva de los Infantes y allí, a las diez de la mañana de un 18 de agosto, comenzaba mi viaje a ninguna parte.
Unos vecinos poco ruidosos.
Al llegar, más cansado que la maraca de un brujo, busqué un sitio en el que plantar mi tienda y lo encontré. A las afueras del pueblo, bajo un árbol y pegadito a la pared de un corral para quitarme vientos. Todo perfecto. Salvo que la pared era la del cementerio municipal. Reconozco que no me percaté hasta que terminé de montar todo el invento. Claro, a las doce del mediodía, en agosto y con un sol estupendo, ¿quién dijo miedo? Además, ¡ya tenía 18 años! Eso de los temores a los muertos quedaba en el pasado.
La primera noche, y tras ver a mi novia, que no sabía nada del asunto y se llevó una sorpresa mayúscula (yo no podía dejar de pensar en la sorpresa de mi amigo Antonio), todo fue bien. Llegué a mi tienda, me desvestí, me introduje en el saco de dormir y… Prácticamente me desmayé de agotamiento.
El segundo día… Ay, el segundo día.
Pero el segundo día la cosa se comenzó a torcer.
A última hora de la tarde andaba un servidor aseándose en la fuente del cementerio, con la cabeza llena de champú, sin camiseta y llevando un pequeño traje de baño como toda indumentaria.
Estaba leyendo un viejo cartel que había sobre el grifo y que decía así:
«Soy la muerte, tu me ves, pues a esto has de parar. Ponte a recapacitar, dos veces al día o tres, teme al Mesías pues, esto es cierto, que hay un Justo Tribunal, y una Justicia segura, y una triste sepultura, que a todos nos hace igual».
La lectura, no me cabe duda, no era la más indicada para un día de fiesta y, menos aún, para un tipo de dieciocho años cuya cama estaba a escasos metros de allí. ¿Quién piensa en la muerte con esa edad? Yo.

La luz del crepúsculo me recordaba que, en unas horas, la noche sería la dueña y señora de aquel paraje y, para qué negarlo, se me encogió un poco el ánimo. Tal vez se encogiera algo más que el ánimo…
Andaba, como cuento, inmerso en aquellos lúgubres pensamientos, medio desnudo y con la cabeza enjabonada cuando, de repente, hizo su aparición una figura vestida de negro y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Ambos pegamos un grito y un salto. La pobre señora iba a echarle un padrenuestro al marido y se topó con un tipo de aquella guisa.
Pedí disculpas y procuré abreviar el aseo.
Asearse en un cementerio. ¿Cuántos hombres lo habremos hecho? Frankenstein, Drácula y yo. Pocos más.
Todo eran risas hasta que…
La velada, en plenas fiestas de Viver, transcurrió entre risas, amor adolescente y mofas a costa del susto anterior. Todo muy divertido y de mucho jiji y jajá hasta que llegó el momento de volver a mi campamento…
¡Ay amigo, que la cosa había cambiado respecto a la noche anterior!
En primer lugar yo ya no tenía tanto sueño y en segundo lugar mi imaginación… Esa maldita creatividad… ¡Oiga, que es que estaba pared con pared con los difuntos del pueblo!
Conforme avanzaban los minutos, cada ruido del exterior se me hacía más aterrador.
Un crujido se me antojaba el abrir de un ataúd; el ruido de la brisa entre los árboles me dibujaba en la cabeza el arrastrar del sudario de una fallecida junto a mi tienda.
Metido en mi saco de dormir, rozando los cuarenta grados de temperatura, no sabia que me asustaba más, si pasar así el resto de la noche o correr bajo la luna con mil fantasmas asediando mis pensamientos. O moría deshidratado o de una angina de pecho.
Tomando decisiones.
Ante ese panorama, a eso de las cuatro de la madrugada y a punto de fibrilar, me armé de valor, bajé la cremallera de mi tienda y salí a escape. Desgraciadamente para huir de mi idílico campamento tenía que pasar justamente por la puerta misma del camposanto, cuya cancela era velada por una imponente cruz de piedra que, un par de hijos de puta (Xavi, Ernest, os mando saludos), me dijeron que había servido para que una señora se ahorcara pocos días antes.
El fútbol y yo.
Nunca antes había corrido tanto. Ni yo, ni posiblemente ser humano alguno. A las cuatro y diez de la madrugada llegué al campo de fútbol municipal (yo es que siempre he sido muy de servicios públicos). Salté la valla y a los pocos minutos, mientras recuperaba el resuello, me acomodaba sobre el mullido cemento, con las estrellas como techo: iba a dormir en las gradas del lugar aquel. Amanecí con la cabeza llena de cáscaras de pipas… Precioso. Y hasta ahí mi relación con el fútbol.
El resto de días transcurrieron con la alegría y el brillo propios de los dieciocho años. Al quinto día me quedé casi sin dinero para comida y tuve que comenzar con la dieta clásica del toxicómano: batido de chocolate y cereales para desayunar-comer (todo en uno) y lo que surgiese para cenar. Vamos, que pasé más hambre que un piojo en un peluche. Por fortuna, Eva, una amiga de mi novia me dio cobijo en una suerte de sótano y eso me libró de más noches a la intemperie.
Una bienvenida con cinco dedos.
Al volver al pueblo, y gracias a la sordera de mi abuela Sofía, que confundió mi hora de salida con la de llegada, mis padres fueron obsequiados con una angustiosa espera. Nada más aparcar el autobús en Albacete, mi madre liberó su tensión en mi rostro con un sonoro bofetón por el susto tan grande que habían pasado. Aquello me hizo entender que el culpable de la sordera de la abuela era yo.
En fin, que entre cartas manuscritas, malnutrición y piropos alejandrosanzeros transcurrió aquel, lejano ya, verano de mis dieciocho. Así pues, si este toca estudiar, pues toca. Lo de verano loco nunca ha ido conmigo. O tal vez sí, pero era otra locura.
PD: La vida, esa inmensa paradoja. Mi amigo Antonio, el de la sorpresa a la novia, acabó casándose con aquella mujer. Yo, con la mía, pues no… ¡Se ve que lo mejor estaba por venir!