CAPÍTULO 1: 15 de septiembre de 1980
7:52 AM.
Pablo miraba aquellos números rojos que brillaban en la oscuridad de su dormitorio con cierto pesar. El fulgor provenía de un despertador que le habían regalado los Reyes nueve meses antes. En realidad, él quería una pareja de walkie-talkies para hablar con su amigo Alberto, pero Sus Majestades no habían atendido a sus deseos. Eso sí, en casa de la abuela, y gracias a la carta de la tía Fátima, los Magos de Oriente le habían traído el Hospital de los clicks de Famobil, que le encantó. La abuela Sofía había escrito para pedir aquel despertador de números rojos y brillantes. ¡En verdad no se podía quejar! Ese año había sido fabuloso. En casa le habían dejado un helicóptero enorme de color amarillo. El de los Geyperman para ser más exactos. Aunque lo cierto es que él prefería a los clicks y no aquellos muñecos de pelo raro y que casi nunca eran capaces de mantenerse en pie.
Se encontraba nervioso. Casi no había pegado ojo en toda la noche. El día que tanto temía había llegado. Ya era lunes 15 de septiembre de 1980.
Atrás quedaban unos meses llenos de correrías en Carrizosa, el pueblo de sus padres. El verano con sus amigos de allí era la parte del año que más le gustaba. Bueno, esa y las Navidades con los tíos y sus primos pequeños.
En Madrid nadie entendía lo bien que se pasaba en el pueblo bañándose uno en el Bachanco del río o yendo de caza nocturna con los grandes. Las noches de agosto eran pura emoción. Acompañar a Angelvi, para ver cómo derribaba, con su escopetilla de plomos, a aquellos bichos que todo el mundo llamaba salamanquesas pero que a él le parecían solamente lagartijas gordas y marrones. Sí, la vida en el pueblo era una aventura continuada.
—Ya son y cincuenta y seis—, pensó Pablo mirando de nuevo hacia el reloj de los números rojos. En una hora estaría en su nueva clase. Algunos rayos madrugadores comenzaban a colarse por las rendijas de su persiana. Estaba amaneciendo. Y ya hacía calor.
El día anterior, el muchacho lo había pasado imaginando como serían sus nuevos compañeros. ¿Habría alguno tan simpático como Fran, su amigo del colegio Santos Arcángeles? ¿Y alguna niña que se pareciera a Fátima?
Sus padres no parecían dar importancia al asunto. Estuvieron un buen rato hablando del premio que le acababan de conceder a un director de cine muy famoso que había hecho la película favorita de papá, algo así como “La escopeta nacional”. En realidad, nadie en casa parecía percatarse de lo crucial que era para él lo que ocurriese ese lunes.
Su hermano pequeño, Guillermo, tenía poco más de tres años y su tarea fundamental consistía en llorar y comer. Bueno, también en ensuciar pañales. Menos mal que el Real Madrid le había metido siete golazos al Bilbao, ¡aunque ninguno de Juanito!, que era el jugador que más le gustaba a él.
Pero todo eso quedaba ya atrás. Hoy era el primer día en el nuevo colegio. Y no era una jornada cualquiera. Iba a empezar a estudiar cosas de mayores. Y, por si fuera poco, en el Atenas. Primero de EGB y no conocía a nadie. De pronto, la puerta de la habitación se abrió.
—Venga hijo, levántate a ver si vamos a llegar tarde ya el primer día.
— ¡Voy, mamá! Si estoy despierto hace un ratazo —contestó Pablo con resignación.
—Pues mejor, vamos que te voy a hacer ya el desayuno —dijo su madre, y al momento se marchó a la cocina dejando la puerta de la habitación abierta.
Pablo se levantó de un salto. Se fue al baño y se miró al espejo. Tenía ojeras. Se lavó la cara con el pico de una toalla azul y se secó con la misma. ¿Cuánto habría dormido? ¿Cuatro horas? De fondo podía escuchar a su madre dando vueltas al Cola Cao y con la radio puesta en la que se escuchaba una canción que un señor le había hecho a Santa Lucía.
Poco después ya había terminado de desayunar y de lavarse los dientes. Estaba de pie, en silencio, esperando junto a la puerta. Su madre estaba acabando de arreglar al hermanito. Desde luego qué suerte tenía aquel mocoso, ¡Guille no iba al colegio todavía! Por eso estaba tan contento; ya te tocará, pensó con malicia.
—Hale, vámonos. ¿Llevas el bocadillo? —preguntó Juliana, su madre.
Pablo asintió y, al momento, los tres salieron de casa. Su padre, Hipólito, como trabajaba en la Telefónica y se levantaba tempranísimo, no les acompañaba. A Pablo le encantaba despertarse de madrugada y escuchar a su padre afeitarse con aquel cacharro que hacía un ruido como el de una avispa gigante. ¡Eso significaba que aún quedaba un buen rato de estar en la cama!
Cruzaron la calle Rafael Finat y pasaron frente a la puerta de Los Santos Arcángeles, su cole hasta el mes de junio pasado. Pablo no pudo evitar mirar con cierta pena hacia la puerta; su amigo Alberto no se había cambiado y seguiría yendo ahí. Menuda suerte.
Siguieron avanzando. La parroquia de San Braulio parecía desierta a esas horas. Al pasar junto a una casita que tenía una huerta enorme y unos perros que asustaban al mismo Dios con sus ladridos, apareció la imponente mole del Colegio Público Atenas. El edificio se veía muy nuevo. Era grande. Bastante grande. El barrio lo necesitaba pues estaba creciendo a marchas forzadas y los colegios de la zona se quedaban ya pequeños para todos los niños del barrio.
Decenas de madres con críos de todas las edades hacían el mismo recorrido. El colegio estaba rodeado de pequeñas montañas de escombros, fruto de las obras del edificio. Casi llegando, mientras serpenteaban por aquel camino de tierra, se encontraron con Isa, que llevaba a su hijo menor, Josito, a su primer día de clase también. Josito era de la misma edad que Pablo, pero la verdad es que no le caía nada bien aquel niño repipi y listillo.
—Buenos días Isa —saludó Juliana, educadamente.
—Hola, ¿qué tal? —contestó aquella estirada casi sin dignarse a mirar a la madre de Pablo —, creo que van a la misma clase Josito y Pablo. Por lo visto los ponen por apellidos.
Pablo asintió sin demasiado entusiasmo. Josito siempre le había parecido un imbécil de marca mayor.
No habían pasado tres minutos cuando el grupo llegó hasta la puerta principal. Pablo y Josito entraron siguiendo a aquella riada humana. La cara de susto de ambos era digna de ver. Josito hacía lo posible por no llorar. Pablo echó una última mirada a su madre que le observaba al otro lado de las vallas. Las vallas. Altas, de más de dos metros. Eso era nuevo para él, en los Santos Arcángeles no las tenían.
—Tenemos que buscar la clase de primero B —afirmó el repelente de Josito, mientras franqueaban una segunda puerta, sacando a Pablo de sus pensamientos. De pronto, otro niño, les interpeló.
—Oye, ¿tú no ibas al Santos Arcángeles? —preguntó, con un tono algo desafiante, señalando a Pablo.
Pablo le observó detenidamente. Era un chico delgado y de rostro anguloso, pero de mirada limpia. La verdad es que aquel tipo le producía una rara mezcla de respeto y simpatía. Pablo no sabía si contestar o no.
—Me llamo Fernando y este año ya voy a primero, ¿y vosotros? —volvió a preguntar el muchacho sonriendo súbitamente.
—Nosotros también, yo soy Pablo y este es Josito — aclaró, un poco atropelladamente.
—¿Sois amigos? —inquirió Fernando, señalándoles.
—No, no, este es de mi bloque, pero nada más. Ni amigos ni nada, vecinos —se apresuró Pablo a aclarar. Josito le miró con perplejidad.
—Vamos, es ahí —dijo Fernando, apuntando con la cabeza a un aula que se encontraba junto al despacho del director del colegio.
Entrar en el aula fue todo un acontecimiento. Era obvio que muchos de los niños ya se conocían del curso anterior puesto que, en el Atenas había párvulos. Pablo procuró alejarse un par de metros del tal Josito. No convenía que le asociaran mucho al idiota ese. Pronto se hizo una composición de lugar. Había más o menos el mismo número de niñas que de niños. Procurando no llamar mucho la atención se sentó en un pupitre que no estaba ni demasiado adelante ni tampoco el último. Los pupitres eran de color verde claro, al menos eso era igual que en el Santos Arcángeles. El griterío iba en aumento. Los niños se contaban sus días de playa a voces. Aquel batiburrillo de chillidos se fue silenciando casi de golpe. Acababa de entrar en clase la profesora.
—Venga, id sentándoos y callad ya, ¿eh? —dijo aquella mujer con gesto serio, mientras daba un par de fuertes palmadas. Solo algunos de los que se sentaban en la última fila seguían armando algo de revuelo.
—Silencio ya, ¿eh? Que no sois niños pequeños —ordenó la mujer, mientras tomaba asiento en su sitio, al frente de la clase y de espaldas a una enorme pizarra.
—Soy doña Alicia y voy a ser vuestra señorita este año — anunció la mujer sin dejar de mirar a un lado y otro —, este curso vamos a tener que aprender muchas cosas.
Pablo, que observaba a la seño con admiración y algo de miedo, no se había dado ni cuenta, pero, a su lado se había sentado una niña de aspecto extraño. Tenía gafas, un vestido de flores y la cara más redonda que él hubiese visto jamás. Pero lo que más resaltaba era un tremendo parche color carne que cubría uno de sus ojos. El chico trataba de no mirarla, pero era imposible. Súbitamente la niña le enfrentó.
—Hola —susurró la chica —me llamo Loli, ¿y tú?
—¿Yo? —balbuceó Pablo —, yo no, o sea, quiero decir, que yo me llamo Pablo.
—¡Silencio! —gritó con voz aguda, doña Alicia —A ver tú, el charlatán, ¿cómo te llamas? —preguntó la mujer dirigiéndose a Pablo y señalándole amenazadoramente con su dedo índice.
—Pablo, señorita. Perdón —acertó a decir el muchacho.
—Bueno, Pablo, pues a ver si no me aprendo tu nombre ya el primer día —contestó la maestra con gesto hosco y severo. Unas risitas que provenían de la parte trasera de la clase le pusieron nervioso. Eso y los treinta pares de ojos que acababan de clavarse en él. Era el primer aviso; aquello no era el Santos Arcángeles. No, definitivamente, aquel 15 de septiembre de 1980 las cosas no comenzaban de la mejor manera.